Cuando el miedo vota

Votar en libertad no significa votar sin dudas, sino sin miedo.

  • Actualizado: 20 de noviembre de 2025 a las 11:53 -

El miedo es un actor silencioso en la historia política de los pueblos. No aparece en las papeletas, pero condiciona los resultados. No habla en los discursos, pero decide en las conciencias. Puede venir disfrazado de promesa o de advertencia, de cambio urgente o de estabilidad amenazada. Es el miedo a perder lo logrado o a no alcanzar lo prometido. En el fondo, el miedo no tiene color: solo busca dominio. El miedo político no pertenece ni a la izquierda ni a la derecha; se hospeda en cualquier corazón que ha olvidado que el poder es servicio. Unos lo invocan para movilizar a las masas; otros, para conservar privilegios. Pero el resultado es siempre el mismo: ciudadanos paralizados, votantes domesticados, conciencias que delegan su libertad a cambio de seguridad. Su lógica es universal: “Teme, y deja que otros piensen por ti.” San Juan escribió con fuerza interior: “En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor expulsa todo temor” (1 Jn 4,18). Traducido al lenguaje de la vida pública: solo la conciencia libre expulsa toda manipulación. Cuando la emoción sustituye al juicio, la democracia se convierte en espectáculo y los ciudadanos en público cautivo. El voto deja de ser acto de discernimiento y se convierte en reflejo condicionado. En 2005, el entonces cardenal Joseph Ratzinger advertía en su libro Fe, Verdad y Tolerancia : “Allí donde no existe un fundamento último (Dios), la única instancia que puede mediar es el miedo. Y así el miedo se convierte en la última instancia moral. Donde ya no hay una verdad común, el miedo se convierte en el último vínculo social... Es el sustituto de la moral. Pero es un sustituto muy miserable.” Y es que cuando desaparece la referencia al bien y a la verdad, la política se reduce a técnica y el ciudadano, a instrumento. El miedo se vuelve entonces la energía que sostiene tanto al populismo de la promesa fácil como al conservadurismo del inmovilismo cómodo. Ambos se retroalimentan: uno asusta con el caos, el otro con el estancamiento. Pero la democracia no se alimenta del miedo, sino de la confianza. La Doctrina Social de la Iglesia recuerda que “la paz no se edifica sobre el temor, sino sobre la confianza mutua” (cf. Pacem in Terris, 37). Y esa confianza solo es posible cuando cada ciudadano se reconoce responsable de su voto, de su palabra y de su país. La conciencia formada, decía san Juan Pablo II, es “el santuario donde el hombre está solo con Dios y donde decide su destino”. Allí, en ese silencio interior, ninguna propaganda puede entrar. Votar en libertad no significa votar sin dudas, sino sin miedo. Es reconocer que ninguna opción política encarna por sí sola el bien común, y que toda autoridad humana es un servicio, no una salvación. La libertad cristiana no teme al poder, pero tampoco lo idolatra. Por eso, en tiempos donde muchos pretenden guiarnos desde el miedo, ya sea el miedo a perder o el miedo a cambiar, el creyente está llamado a votar con esperanza lúcida. A creer que la verdad no grita, pero convence; que la justicia no se impone, pero perdura; y que el amor político, esa forma madura de la caridad, puede todavía renovar la vida pública de nuestra patria. Que cuando llegue el día de votar, no lo haga el miedo, sino la conciencia; no la desconfianza, sino la esperanza. Porque cuando el miedo vota, el futuro se cierra; pero cuando vota la libertad, la historia vuelve a empezar.

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