¿Vapor o esperanza?

Pero el agua salada no sacia la sed, solo la aumenta. ¿Acaso no sentimos esa sed que no se apaga, mientras el país se desangra por la corrupción y la violencia?

Vivimos en un país que busca la felicidad a cualquier precio. Pero ¿qué clase de felicidad estamos buscando? En las calles de Tegucigalpa y San Pedro Sula, en los pueblos y comunidades olvidadas, reina un aire de promesas rotas: corrupción que devora el futuro, crimen organizado que siembra miedo y desesperanza, y una clase política que a menudo vende humo en lugar de soluciones.

Es como si nos hubieran vendido una “felicidad de plástico”, brillante y tentadora, pero vacía como el vapor que describe el Eclesiastés: “¡Vanidad de vanidades, todo es vanidad!” (Ecl 1,2). La palabra hebrea original para “vanidad” es “hebel”, que significa “vapor”. Eso es lo que estamos viviendo: todo parece sólido, pero basta un soplo para desvanecerse. Nos prometen que si acumulamos dinero, poder o placer encontraremos la felicidad.

Pero el agua salada no sacia la sed, solo la aumenta. ¿Acaso no sentimos esa sed que no se apaga, mientras el país se desangra por la corrupción y la violencia? Frente a este vacío, el psicólogo Martin E.P. Seligman habla de tres caminos para ser feliz en su libro “La auténtica felicidad” (2002): la vida placentera (emociones positivas), la vida comprometida (usar nuestros talentos) y la vida significativa (usar esas fortalezas al servicio de algo más grande).

Este último camino nos da una pista: la verdadera felicidad no está en lo que podemos comprar ni en las promesas huecas de los políticos, sino en lo que podemos dar. Porque solo al salir de nosotros mismos encontramos sentido. Pero hay algo más profundo: el cristianismo nos propone un modelo de felicidad que no depende de la cuenta de banco ni de las encuestas políticas, o de los “likes” en Tik-tok o Instagram, sino de una persona: Jesucristo. Él dijo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6). En Él, la felicidad no es de plástico: es participación en la Vida de Dios. Comienza aquí, en medio de las balas y la pobreza, pero se consumará en la eternidad. Se trata de una alegría que no depende de las circunstancias (buenas o malas), porque se sostiene en un Amor que no falla (Rom 8,38-39). Y aquí está el desafío para Honduras: el servicio. Servir no es solo ayudar: es imitar a Cristo, que vino a servir y no a ser servido (Mt 20,28). En un país herido por el egoísmo y el abuso de poder, necesitamos hondureños valientes que pierdan su vida por amor y la encuentren en el servicio (Mc 8,35). Porque en el sacrificio nace la alegría que el hedonismo jamás comprenderá.

Los mártires de nuestra historia y nuestra iglesia nos muestran que es posible sonreír en medio del dolor cuando se mira al Amor. Las fortalezas de nuestra gente no son adornos para la autoglorificación, sino dones para construir un país diferente. La fe, la esperanza y la caridad; la justicia, la fortaleza, la prudencia y la templanza son virtudes que necesitamos como el aire.

Así, el discipulado cristiano se convierte en una revolución de la esperanza para una nación que agoniza. ¿Queremos seguir viviendo en la ilusión de una felicidad de plástico o nos atrevemos a abrazar la vida plena? Cristo no promete un camino fácil, pero sí un camino que conduce a la resurrección.

Honduras necesita hombres y mujeres valientes dispuestos a convertir el vapor en esperanza. ¿Te atreves?

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