Para no engañar a nadie

Mi padre me dijo en más de una ocasión que, al fin y al cabo, los que nos conocen ya saben quiénes somos y los que no nos conocen no lo saben.

  • 27 de mayo de 2025 a las 00:00 -

Una, entre muchas otras, de las ventajas que trae consigo el correr de los años es que, luego de haber transitado cierto trecho vital, vamos perdiendo eso que se llama “respetos humanos”. No significa que nos volvamos maleducados o que dejemos de vivir virtudes como el respeto, el pudor o la discreción, pero sí que nos fijemos menos en las apariencias y no nos importe el qué dirán o la opinión que los demás se formen de nosotros; decimos lo que pensamos con más sinceridad y tomamos distancia de los prejuicios y de las posturas artificiales y los fingimientos.

Mi padre me dijo en más de una ocasión que, al fin y al cabo, los que nos conocen ya saben quiénes somos y los que no nos conocen no lo saben. Con lo cual no hace falta aparentar lo que no se es ni alardear de lo que no se tiene. El mensaje de fondo era que, independiente de los espectadores de mi conducta, lo importante era ser auténtico, actuar con rectitud de intención y evitar ir por la vida coleccionando máscaras o buscando el aplauso, muchas veces hipócrita.

Hoy que se habla tanto de transparencia en los asuntos públicos debemos entender que no se puede ser trasparente en el ejercicio profesional o en la función pública si no se vive diáfanamente en lo privado, en lo cotidiano. Es un tema de coherencia, de unidad de vida. El peligro es acostumbrarse a padecer el síndrome del doctor Jekyll y el señor Hyde, en ocasiones honorable, en otras más bien reprobable.

Y es que la mejor manera de ser dignos de confianza, de evitar que los demás nos vean con suspicacia, consiste en mantener una concordancia necesaria entre las palabras y los hechos, entre las promesas y las acciones. “Entre el cielo y la tierra no hay nada oculto”, señala la sabiduría popular, de ahí que, aunque se engañe a los demás en determinado momento, tarde o temprano la terca realidad se impone con la contundencia de un puño y acaba por poner al descubierto nuestras noblezas o nuestras miserias.

Lo mejor, lo óptimo, es ser franco, sincero, veraz. Más fácil se coge a un mentiroso que a un cojo, reza otro refrán. Y pocas cosas son tan ciertas como esa. Por eso pienso, y por eso lo pongo por escrito y lucho por vivirlo, no hay que intentar engañar a nadie. Hay que optar por la ruta de la conducta ética; la que mejor favorece la convivencia humana armónica.

Te gustó este artículo, compártelo
Últimas Noticias