A veces, los regalos más grandes no vienen envueltos en papel ni cuestan dinero. En ocasiones son abrazos guardados en la memoria, gestos que sanan la infancia o miradas que, sin decir nada, lo dicen todo. Este es un homenaje a una mujer que ha sido todo eso y más: mi abuela. Su nombre es Trinidad de Jesús Vargas, pero para nosotros, simplemente, es Trina, la que cocina, la que reza en silencio, la que ha amado y servido sin medida. En 2018, mis hermanos y yo quisimos cumplir uno de los sueños más grandes de nuestra abuela: conocer al papa Francisco. Su fe sencilla, su devoción diaria y su profundo amor por la Iglesia la hacían admiradora entrañable del Santo Padre, a quien seguía fielmente por televisión. Así que, como regalo de cumpleaños, ella y yo viajamos juntos a Roma. Durante la audiencia general, el papa se acercó a saludarnos. Al vernos preguntó si la señora que me acompañaba era mi madre. Sonreí y respondí: “Es mi abuela”. Y él, con su estilo campechano, exclamó: “¡Ah! ¡Te trajiste a la Nona!”. Nos reímos. Pero en ese momento, mi abuela, con la humildad de quien no necesita ensayar palabras, dijo: “conocerle a usted es mi regalo de cumpleaños”. El papa, conmovido, le preguntó cuántos años cumplía. “Ochenta y cuatro”, respondió ella. Y él replicó: “¡Usted es mayor que yo! Entonces le pido que rece por mí”. Mi abuela, emocionada, le dijo: “Claro, cada vez que lo veo por la tele rezo por usted”. Fue tal la ternura del momento que el papa se acercó y le dio un beso en la frente. Ella había estado serena durante todo el encuentro, pero cuando recibió aquel beso comenzó a temblar. Lloró. Y cuando el papa se despidió, me miró como si despertara de un sueño y me dijo: “¡Mijo, qué regalo el que me has dado!”. En ese instante entendí que no le habíamos hecho un simple obsequio: le habíamos devuelto una pequeña parte del amor inmenso que nos ha dado toda la vida. Trinidad de Jesús nació hace casi 91 años en Tegucigalpa, Honduras, pero desde los doce su corazón pertenece a la hermosa Villa de San Antonio, en Comayagua. Allí vivió pruebas difíciles durante su juventud, pero también conoció el amor, y allí nació su único hijo, mi padre, Henry Asterio Rodríguez (QDDG). Mis hermanos y yo crecimos bajo el abrigo de su ternura. Ella fue más que una abuela para nosotros: fue refugio, fortaleza, bálsamo. La calma cuando dolía. El abrazo cuando las cosas no iban bien por casa. Ha sido la “Nohemí” de mi madre, una nuera a quien ama fielmente como una hija, y que recibió de ella la ayuda invaluable de cuidar a sus hijos mientras trabajaba. La “Triny” era experta en contar cuentos e historias de nuestros antepasados, con un talento casi trovador, buenísima para hornear pasteles, en especial de piña y de leche; en darnos paseos en la tarde por el bordo de río Blanco, y en consentirnos sin reservas. Siempre nos hizo sentir valiosos, importantes, profundamente amados y protegidos. Sin esperar nada. Solo dando. Y aún hoy, a sus 91 años, sigue siendo un don inestimable para su nuera, sus nietos y bisnietos. Un pilar que quizá no he sabido valorar como merece. Desde estas líneas quiero decirte: Gracias, abuela, por cada gesto, cada oración, cada palabra. Gracias por tu ejemplo de fe, de coraje, de amor incondicional. Gracias, Trina. Gracias, Trinity. Gracias, Nona —como te llamó el papa Francisco— porque en ti hemos conocido el rostro más puro del amor de Dios. Que Él te bendiga con vida y salud y nos regale más años a tu lado. Te amo, abuela. ¡Feliz cumpleaños!
La Nona
Su fe sencilla, su devoción diaria y su profundo amor por la Iglesia la hacían admiradora entrañable del Santo Padre, a quien seguía fielmente por televisión.
- 21 de mayo de 2025 a las 23:00 -
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