Después de disfrutar de una relativa tranquilidad electoral por aproximadamente cuatro décadas, los hondureños estamos viviendo un clima de incertidumbre política cuyos alcances no son claramente percibidos por los ciudadanos, lo cual amerita referirse al tema.
La incertidumbre política en un país de bajos ingresos y democracia imperfecta como la hondureña implica una mezcla de debilidades estructurales y detonantes puntuales: instituciones frágiles y una separación poco clara de poderes; altos niveles de desigualdad y pobreza que erosionan la confianza social; élites fragmentadas y clientelismo que hacen que las reglas cambien según conveniencias; procesos electorales poco creíbles, y choques externos (crisis económicas, precios de commodities o presiones geopolíticas) que amplifican dudas sobre la continuidad de las políticas públicas. Estos factores suelen combinarse —por ejemplo, la desigualdad profundiza la deslegitimación de las instituciones y facilita el surgimiento de liderazgos autoritarios o de propuestas populistas— generando un clima persistente de incertidumbre.
La evidencia empírica muestra que un clima político adverso tiene efectos económicos claros y perjudiciales: reduce la inversión privada —tanto local como extranjera— porque los proyectos de mediano y largo plazo pierden viabilidad cuando las reglas (impuestos, contratos, concesiones, seguridad jurídica) son impredecibles: frena la acumulación de capital físico y humano y reduce la productividad total de los factores productivos (capital y trabajo), lo que se traduce en menor crecimiento del PIB per cápita. En suma, la incertidumbre política actúa como un impuesto invisible sobre la actividad económica, concentrando sus efectos negativos en los más pobres.
En los mercados financieros y bancarios, el impacto también es severo: aumentan las primas de riesgo, se contrae el crédito al sector privado y crece la fuga de capitales; todo esto conlleva menos recursos para inversión y consumo.
En el plano de los servicios públicos y la gobernanza, la incertidumbre política erosiona la planificación y la provisión de salud, educación e infraestructura: los funcionarios reorientan recursos hacia prioridades cortoplacistas o políticas clientelares, y la calidad y cobertura de servicios empeoran justo cuando la población más los necesita. Además, la percepción de arbitrariedad fomenta la corrupción y reduce la rendición de cuentas, debilitando aún más la convivencia social.
Los efectos sociales y políticos se retroalimentan con los económicos: la pérdida de empleos y aumentos de pobreza alimentan el descontento, polarización y, en ocasiones, violencia; la polarización, a su vez, hace más difícil
alcanzar consensos para reformas necesarias, creando períodos de paralización gubernamental, que lleva a desplazar recursos hacia la seguridad y lejos del desarrollo económico y social.
Todo lo anterior implica que necesitamos continuar apostándole a la democracia integral y al desarrollo inclusivo y sostenible, para lograr disipar los negros nubarrones que hoy empañan nuestra convivencia social, política y económica.
De esa manera, el principal reto para un nuevo Gobierno consiste en mitigar la incertidumbre, reforzar instituciones (independencia judicial, órganos electorales creíbles), políticas macroeconómicas transparentes y previsibles, mecanismos de protección social que reduzcan la vulnerabilidad inmediata, y esfuerzos por reducir la desigualdad y la exclusión que alimentan la deslegitimación política. Sin estas reformas, la incertidumbre política seguirá encareciendo el desarrollo, perpetuando la pobreza y profundizando la desigualdad en nuestro país.
las columnas de LP