Algunos se preocupan porque los políticos dicen mentiras. Otros porque no dicen nada. Siempre ha sido así. La política permite el ejercicio de la imaginación y la mentira. Los fisiólogos dicen que la forma de la boca está hecha para mentir. De allí que la mentira es la especialidad de los políticos. Y de los novelistas. El peligro no son sus mentiras, sino por la credibilidad que estas tengan entre el auditorio. El problema no son los mentirosos, sino que los crédulos. Al fin y al cabo, la verdad no es propiedad exclusiva, sino del que, en un ejercicio crítico, aproxima realidad con los juicios, haciéndolos coincidir.
Pero cuidado. Los políticos no solo dicen mentiras. También anticipan lo que harán cuando el pueblo les confíe el poder.
Más que en sus palabras, que pueden ser anodinas, bobas e incluso estúpidas, hay que buscar las líneas del discurso que nos deje claro qué hará el gobernante una vez que se haya hecho del poder.
Un repaso de las declaraciones políticas, los gestos, los silencios, permite entender que a estas alturas de la campaña hay dos discursos más o menos claros que se irán consolidando en la medida en que pasen los días.
Solo en 1954 tuvimos los hondureños acceso a dos discursos tan claros: uno el de la libertad, la defensa de la democracia liberal, el sistema capitalista occidental, la vigencia de los derechos humanos, la supremacía de la sociedad civil sobre el Gobierno y el sometimiento de todas las fuerzas económicas políticas y sociales, la desaparición de la propiedad privada, el imperio de la ley y la obediencia de las normas establecidas en la Constitución republicana.
Al frente, el otro discurso, que subordina la persona al Estado y el eje de la vida ciudadana no es la iniciativa individual, sino que al gobierno, que en nombre de una superioridad que le da la misión de liberarnos de la explotación de los oligarcas.
Controlando los medios de producción, tiene la potestad de determinar el curso de las cosas, el ejercicio de las libertades, la construcción de un relato alternativo que rechaza el estado burgués, abomina el derecho liberal y coloca la igualdad –lograda por la fuerza del Gobierno- en la justificación del poder, quitándonos la iniciativa personal.
En política exterior, este discurso privilegia las dictaduras, celebra a Cuba, Venezuela, Rusia y China. Y en términos económicos suprime la propiedad privada y dirige la economía en función de las necesidades de la colectividad, y anula totalmente la actividad libre de los particulares. Para lograr la felicidad solo hay que entregar la iniciativa individual al Gobierno y admitiendo la superioridad de los gobernantes.
Cuba es el modelo. Castro la figura icónica del líder, antiimperialista, enemigo de Estados Unidos, propalestino y leal a Rusia y China. Y en la base de esta admiración caudillista –que se empalma con las urgencias emocionales de muchos compatriotas– sino que en la diferenciación negativa entre nosotros. Solo existimos cuando reconocemos que el otro es nuestro enemigo, que es un explotador, y que hay que impedirle que jamás llegue a gobernar. Elimina la democracia y destruye la libertad que desaparece la tolerancia e impide que todos los seres humanos podamos vivir como hermanos, en paz, sobre la tierra.
Los discursos están claros. Sabemos qué recibiremos al votar. Los pobres no tienen que perder, dicen, “solo las cadenas”. Los empresarios creen que pueden hacer negocios en el Estado socialista, pueden llevarse un palmo de narices. Los ciudadanos comunes podemos perder la libertad. Hay que escoger bien entre estos dos discursos. Santiago Babún le creyó a Fidel Castro.
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