Transición del bi al tripartidismo

Así, lo que vivimos es una captura del Estado y de los mecanismos institucionales que permiten su relativo funcionamiento, pero no en pro del bien colectivo, si de las dirigencias partidarias.

  • Actualizado: 20 de octubre de 2025 a las 23:00 -

Si bien el sistema de partidos políticos hondureños se ha ampliado y actualmente son tres los que cuentan con posibilidades reales de vencer en los comicios del 30 de noviembre, ello no ha significado mayores cuotas de democratización e inclusión en el actual sistema electoral; por el contrario, continúa el ventajismo excluyente, combinado con altos niveles de corrupción pública e impunidad.

Lo que ha ocurrido a partir de la emergencia del Partido Libertad y Refundación (Libre) ha sido el reparto de los entes electorales entre este, el liberalismo y el nacionalismo, tanto del Consejo Nacional Electoral y sus cinco direcciones internas, cada una con tres codirectores; el Tribunal de Justicia Electoral, la Unidad de Financiamiento, Transparencia y Fiscalización, la Junta Receptora de Votos, los consejos departamentales y municipales, en acuerdos mutuamente aceptables y benéficos para los intereses de sus respectivas cúpulas, dividiéndose los cargos -desde los más importantes hasta los más modestos-, tomando en cuenta la lealtad incondicional de los nombrados hacia los dueños de cada partido, no la experiencia electoral previa tampoco la capacidad y honestidad.

Tal reparto recuerda el ocurrido en 1972 entre los partidos Nacional y Liberal, dividiéndose la administración pública entre ellos, proporcionalmente de acuerdo con los resultados de la elección presidencial, legislativa y municipal, con sus candidatos Ramón E, Cruz Uclés y Jorge Bueso Arias, respectivamente, arreglo que fue repudiado justificadamente por la ciudadanía, generando divisionismos y disputas internas que contribuyeron al golpe de Estado, nuevamente encabezado por el general Oswaldo López Arellano, quien previamente había derrocado al régimen de Ramón Villeda Morales en 1963.

Tal como nos recuerda el politólogo y experto electoral David Araujo en su más reciente obra intitulada “Corrupción y elecciones en Honduras”: “Han transcurrido cuarenta y tres años [a partir de 1982] desde que Honduras instauró su nuevo orden constitucional, pero el país no ha logrado avanzar en el mejoramiento de la calidad de vida de su población, y persiste la desconfianza ciudadana hacia sus instituciones (... ) las definiciones que caracterizan el sistema democrático de Honduras se resumen en autocracia de elite, régimen autoritario... El Estado de derecho en Honduras es un sistema híbrido, que combina elementos de sistemas tanto democráticos como autoritarios para su funcionamiento”.

Así, lo que vivimos es una captura del Estado y de los mecanismos institucionales que permiten su relativo funcionamiento, pero no en pro del bien colectivo, si de las dirigencias partidarias, cada una buscando sacar ventajas y provechos de arreglos cupulares estructurados de espaldas al pueblo, habiéndolos perfeccionado para sus respectivas conveniencias, asegurándose de perpetuar privilegios y canonjías de manera permanente. Más temprano que tarde, estos repartos degenerarán en reclamos recíprocos, acumulación de agravios y tensiones, que incidirán negativamente en la precaria estabilidad del sistema político, que alcanzará una progresiva atrofia y eventual extinción. Es de esperar que lo que lo reemplace sea favorable a las aspiraciones y planteamientos populares y no el surgimiento y consolidación de nuevas cúpulas en reemplazo de las moribundas.

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