Este domingo 30 de noviembre, Honduras tiene una cita con su destino. No importa cuán ásperos sean los vientos del desencanto ni cuánta oscuridad haya ensombrecido la fe en las instituciones. Lo que está en juego es más que una elección: está nuestra dignidad como pueblo, nuestra vocación a vivir juntos en libertad, justicia y fraternidad.
Votar no es un trámite burocrático ni un acto mecánico. Es un gesto profundamente humano: el modo en que cada persona dice “yo creo” a la posibilidad de un país mejor. Votar es un acto de esperanza y, para el creyente, también un acto de fe. Porque quien vota con conciencia cree que el bien es más fuerte que la corrupción, que la luz vence a la oscuridad y que ningún pueblo está condenado a repetir sus errores.
La Escritura lo expresa con claridad luminosa: “No se dejen vencer por el mal; al contrario, venzan el mal con el bien” (Rom 12,21). Y en otro pasaje, san Pablo exhorta: “Den gracias a Dios en toda circunstancia” (1 Tes 5,18). Votar con esperanza es precisamente eso: agradecer la posibilidad de decidir, y convertir el sufragio en una ofrenda de bien común. Que este domingo sea una victoria del bien y de la esperanza sobre el miedo y el desencanto.
La Doctrina Social de la Iglesia nos recuerda que: “La participación es un deber que todos han de cumplir conscientemente, en modo responsable y con vistas al bien común. Es, al mismo tiempo, un derecho que debe ser tutelado por el Estado” (Compendio DSI, n. 191). Y añade: “La participación en la vida política es una condición indispensable para que la sociedad alcance su pleno desarrollo humano” (Compendio DSI, n. 189).
Por eso hoy, más que nunca, Honduras necesita ciudadanos con esperanza activa: hombres y mujeres que voten sin miedo, que no vendan su conciencia, que no se dejen manipular por promesas fáciles ni por discursos de división.
La libertad política se defiende con virtud cívica, no con consignas. La conciencia formada es el verdadero voto secreto: ese santuario interior donde nadie puede entrar, salvo Dios y la verdad. Sabemos que las heridas del país son hondas. Pero un pueblo no se define por sus cicatrices, sino por su capacidad de sanar. La democracia no florece por decreto: nace del coraje de los que siguen creyendo, del compromiso de los que no se resignan, del trabajo honesto de los que siguen apostando por esta tierra.
Que este domingo sea, pues, una fiesta cívica de paz. Que en cada urna brille la dignidad de un pueblo que no se rinde, y que la voluntad de los hondureños, sea cual sea, sea respetada por todos. Que gane la serenidad sobre la violencia, el diálogo sobre la imposición, la verdad sobre el miedo. Porque cuando el pueblo decide con conciencia, la historia se renueva. Y cuando el amor vence al temor, la democracia deja de ser una promesa y se convierte en esperanza encarnada. ¡A votar todos y que Dios bendiga a Honduras!