En Centroamérica, los deseos de Estados con flotas y cañones son los que forjan la historia. Lo vemos en muchos aspectos de nuestras vidas, susurra desde nuestro pecho, sube por la garganta y se desencadena en nuestro lenguaje. Vive en las montañas, se esconde en los cafetales, así como la base americana abandonada en la cima de nuestra linda Amapala, y despierta cuando los imperios deciden que nuestros países son terreno disponible para ajustar cuentas o ensayar teorías de “estabilidad”.
Así fue en Panamá en 1989, cuando la intervención cayó del cielo como un rayo bíblico sobre Noriega. Sí: fue rápida, sí: fue “efectiva”. Pero dejó calles manchadas con la sangre de panameños que no habían pedido la guerra. Porque intervención significa guerra, y la guerra siempre significa muerte.
Hoy escucho, con una mezcla de “déjà vu” y rabia, voces en Washington y, lo peor, voces respetadas del Wall Street Journal y The New York Times hablando de una posible intervención en Venezuela como si fuera un acto de misericordia americana. Como si Trump fuera un estadista humanitario. Como si el fuego pudiera apagarse con gasolina.
Y yo, que crecí con la historia de mi abuela, una mujer palestina que huyó del mismo tipo de bombas, bloqueos y cinismo internacional que hoy dicen querer “corregir” en Venezuela, me pregunto - ¿cómo puede un país ser demasiado inseguro para vivir, pero suficientemente seguro para bombardear? ¿Cómo es que piden que los migrantes regresen a Venezuela porque “la situación ha mejorado”, pero en la misma frase sugieren que el país merece una invasión? ¿En qué mundo cabe esa lógica?
Los que escriben esas columnas desde Manhattan imaginan guerras limpias, quirúrgicas, rápidas. Pero los que venimos de familias que escaparon de guerras reales sabemos que no existe tal cosa. Mi abuela huyó del desorden y la ocupación. Y ahora los mismos actores que alimentaron décadas de violencia en Oriente Medio pretenden darnos lecciones de estabilidad.
Y lo repito: reconozco que en Venezuela hay represión, un estado policial, un aparato de vigilancia que aplasta libertades. Eso es evidente. Pero ¿quién es Estados Unidos para dar sermones? ¿Un país donde hoy existe, bajo Trump, una agencia policial secreta que se mueve encapuchada para secuestrar migrantes y ciudadanos “sospechosos” de no parecer suficientemente americanos? ¿Un país que habla de democracia mientras desdeña a los pueblos que más sufrirían las consecuencias de su “humanitarismo armado”?
Como hondureño, me duele especialmente ver a quienes todavía creen que Estados Unidos nos ve como aliados. La verdad es más simple y más cruda: somos materia secundaria. Somos peones. Cuando hablan de democracia, hablan de su democracia, no de la nuestra. Y su versión de democracia suele venir acompañada de helicópteros, drones, marines y funerales de los más pobres. Lo vimos con los contras en Nicaragua. Lo vivimos en Honduras, en El Salvador, en Guatemala.
Una intervención en Venezuela no se quedaría en Venezuela. La guerra en el trópico se derrama como café sobre un mantel blanco. Llega a todos los rincones, deja manchas que duran décadas, alimenta guerrillas, fragmenta Estados y destruye generaciones enteras.
Y ahora imaginemos lo que realmente significaría una invasión: las primeras batallas caerían sobre Caracas y Maracaibo, pero el conflicto no terminaría ahí. El Gobierno venezolano, debilitado, pero no derrotado, retrocedería hacia la Amazonía, hacia la frontera porosa y selvática con Colombia. Desde allí, con financiamiento del narco y refugio en una geografía que devora ejércitos, podría nacer una insurgencia interminable. Una guerrilla moderna, bien armada, mezclada con grupos ilegales, difícil de localizar y casi imposible de erradicar.
Venezuela se convertiría en una Libia tropical, una Somalia caribeña, un agujero negro de violencia a la vuelta de la esquina.
Y entonces, cuando los ríos se manchen de sangre, cuando millones crucen fronteras desesperados, cuando los países del Caribe y Centroamérica se vean desbordados, cuando la guerra se vuelva un incendio continental, ¿vendrán los americanos a ayudarnos? ¿O dirán, como decía Charlie Kirk, que no es su problema, que “hicieron lo que pudieron”, que “la región debe resolver sus propios asuntos”? Lo sabemos de memoria: después de encender el fuego siempre nos dejan apagar las cenizas solos.