Tras el golpe de Estado en contra de don Julio Lozano Díaz, en las elecciones había conseguido todos los votos, los militares convocaron a una asamblea constituyente para que formulara y aprobara una Constitución para sustituir la de la dictadura cariista, cuyo régimen se había prolongado hasta el de don Julio.
Cuando los constituyentes trabajaban en la redacción de la nueva carta magna, en la junta militar se había colado el coronel Oswaldo López Arellano, quien, con su astucia política, logró el control del régimen militar. Ramón Villeda Morales fue el ganador indiscutible de las elecciones y, mientras él dirigía la constituyente, López Arellano logró hacer negociaciones con Pajarito -nombre de batallas políticas de Villeda Morales- para poner en el texto constitucional de 1957 conceptos que son completamente errados en un régimen democrático y que dieron pauta para los subsiguientes golpes de Estado, que tuvieron, menos uno, la oposición del pueblo hondureño.
El artículo 235 decía: “Las Fuerzas Armadas de Honduras son una institución nacional de carácter permanente, esencialmente profesional, apolítica, obediente y no deliberante. Se instituyen para defender la integridad territorial y la soberanía de la República, para mantener la paz, el orden público y el imperio de esta Constitución; velando sobre todo porque no se violen los principios de libre sufragio y de alternabilidad en el ejercicio de la presidencia de la República”. A pesar de que el artículo manda la apoliticidad y la no deliberación, a los militares les daban las tareas políticas de velar por el sufragio libre y la alternabilidad en la presidencia. Además, la Constitución mandaba que las Fuerzas Armadas fueran dirigidas por un jefe que en verdad no se subordinaba al presidente de la República y que era nombrado por el Congreso Nacional. Esta disposición era realmente anómala porque las Fuerzas Armadas tienen como jefe supremo al presidente constitucional y es a él a quien deben subordinación y obediencia. Además, Oswaldo López Arellano no respetó el mandato de asegurar la alternabilidad en el ejercicio de la presidencia, pues dio dos golpes de Estado: sanguinario y represor en contra del presidente José Ramón Villeda Morales, el primero, en cumplimiento de las órdenes que recibió, no del Congreso Nacional, a quien se debía, sino del Gobierno norteamericano, y el otro contra Monchito.
Esta situación anómala la corrigió el presidente Carlos Roberto Reina al subordinar a los militares al poder civil con el presidente constitucional como jefe supremo. En otras palabras, el jefe del Estado Mayor es nombrado por la Presidencia y debe fidelidad y subordinación a las órdenes que emanan del presidente constitucional. La Constitución vigente lo ordena en el artículo 276 y en el 278 manda a los militares a obedecer y cumplir las órdenes que imparta el presidente de la República de conformidad con la Constitución. Por eso están fuera de ley algunos políticos e instituciones que hacen llamados a los militares a desobedecer las órdenes de la presidente, a insubordinarse y a propiciar un nuevo golpe de Estado que llevaría a la ilegalidad a los militares.
Cuando algunos oficiales hondureños, miembros de las Fuerzas Armadas, acudieron a reuniones con militares de Venezuela y de Nicaragua cumplieron las órdenes de la superioridad representada por el ministro de la Defensa y la Presidencia constitucional, pues no había en tales participaciones ninguna violación de la ley al entrevistarse con personeros militares de otros países con quienes Honduras tiene relaciones diplomáticas normales en base al respeto mutuo y a la no intromisión en los asuntos internos de nuestro país.
El Estado dio un paso fundamental al subordinar el poder militar al civil que emana de la soberanía popular a través de las urnas. Pero para que los civiles que pretenden engatusar a los militares a la desobediencia, a la insubordinación y al golpe de Estado, para aquellos que desean utilizar a los militares para ascender al poder mediante la burla de la decisión soberana del pueblo en las elecciones, no queda a los militares más camino que proponer ellos mismos la derogación de la tarea política que cae sobre sus hombros de garantizar la alternabilidad en el ejercicio de la Presidencia, porque tal disposición constitucional los convierte en una espada de Damocles que se presenta como un poder superior a la voluntad del pueblo.
Quien elige sus gobernantes son los ciudadanos en las urnas, no los militares con sus armas. Los militares son soldados del pueblo, no de quienes aspiran a gobernarnos al margen de la ley.
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