En el libro que lleva su nombre, justo antes de la caída de la ciudad de Jericó, se relata el encuentro inusitado que tuvo Josué, el sucesor de Moisés, con un personaje misterioso. Su apariencia era la de un guerrero, pues sostenía una espada en su mano.
Luego de acercarse con cautela, Josué le lanzó la siguiente pregunta: “¿Eres de los nuestros, o de nuestros enemigos?”. “Ni lo uno ni lo otro”, respondió el personaje. “Soy el jefe del ejército de Dios”, añadió (Josué 5.13-15).
Esta singular respuesta, debería llamar poderosamente la atención de todos aquellos que nos hacemos llamar cristianos. La afirmación del ser celestial deja claro que Dios no se alineaba automáticamente con Israel ni con ningún otro pueblo.
Dios estaba, está y estará siempre de su propio lado. Por lo que el verdadero asunto no era que Dios se acomodara a los intereses de Israel, sino que Israel tenía el deber de alinearse con Dios, someterse a su voluntad, obedecer sus preceptos y seguir fielmente su dirección.
Este pasaje adquiere relevancia particular en el contexto hondureño actual, marcado por un nuevo proceso electoral. Honduras suele definirse como una nación cristiana. Sin embargo, esta identidad religiosa, lejos de propiciar una práctica política más ética, ha sido frecuentemente instrumentalizada en el ámbito electoral.
No es raro escuchar a candidatos afirmar que “Dios está con ellos”, que su proyecto es “voluntad divina” o que su victoria será un “acto de Dios”. Sin embargo, el verdadero desafío no es invocar el nombre divino en los discursos, sino encarnar principios coherentes con los valores bíblicos: justicia, verdad, responsabilidad, respeto por la dignidad humana y compromiso con el bien común.
El llamado, además, no se limita a los políticos solamente, sino que involucra también a la ciudadanía. Y aunque esto ya fue tema de otra de nuestras columnas, lo único que afirmaremos aquí es que, más que preguntarnos qué candidato afirma tener a Dios de su lado, Honduras debería preguntarse qué proyecto político refleja, con mayor coherencia, los principios de justicia y honestidad.
Porque si decimos que Dios está con nosotros, pero no hacemos lo que Dios quiere, lo que realmente queda en evidencia no es la voluntad divina, sino el uso humano —y muchas veces indebido— de su nombre.