Cincuenta años después volvimos a reunirnos. No como adolescentes, sino como adultos ya, en un hotel de la ciudad, los integrantes de la promoción de bachilleres de 1975 del Instituto La Salle.
De los 56 graduados llegamos 23. Ligeramente vencidos por los años, pero aún con el espíritu inquieto de aquellos tiempos, los maravillosos años 70.
Venimos de una época dorada en la historia. Fuimos rebeldes sin ser violentos. Soñadores sin cinismo. Pasamos de ser hippies a potentados. Somos una estirpe irrepetible, los “baby boomers”.
Crecimos en una sociedad menos plástica, las personas no vivían para aparentar. Las reglas en casa se cumplían y se respetaba a los mayores. Recibíamos educación, buenos modales y moral en el hogar. No había tantos hogares destruidos ni tanta violencia intrafamiliar. Los trapos sucios se lavaban en casa y las personas eran reservadas con sus asuntos privados. Éramos alocados, pero igual nos reprendían con rigor: no nos dejaban pasar una.
Y en nuestros centros de enseñanza recibimos educación formal de excelencia. Nuestros maestros eran unos gigantes de vocación que enseñaban con disciplina y con dignidad, que vestían con decoro y hablaban con autoridad. En el aula, su palabra era ley, y en casa nuestros padres la acataban sin discusión. Un maestro era incuestionable.
Crecimos en un ambiente donde se hacía hincapié en el respeto, la responsabilidad, el esfuerzo propio.
Del grupo original de graduados, catorce fueron quedando en el camino, pero esa noche estaban allí con nosotros, en nuestros corazones y fueron recordados con honor. Diecinueve no pudieron asistir por compromisos personales inevitables.
Y los que llegamos, llegamos enteros. Llegamos con nuestras vidas completas, con nuestras batallas ganadas y perdidas, con nuestros triunfos discretos y nuestras derrotas silenciosas. Llegamos como hermanos de diferentes caminos, unidos por un mismo punto de partida. Vinieron compañeros que viven en el exterior.
Así es la amistad que se cultiva en el corazón, duradera para siempre, leal, humilde, sin apariencias de grandezas.
Esa noche espontáneamente un compañero empezó a cantar el himno a La Salle, y todos lo coreamos a todo pulmón. Somos orgullosamente Lasallistas.
Esa noche entendimos algo que nos tomó cincuenta años descubrir: que el diploma nunca fue lo esencial. Lo verdaderamente importante fueron los lazos que el tiempo no pudo desatar, la fraternidad que sobrevivió a la vida adulta, a la distancia, a las décadas.
¡Salud LS 75!