Francisco Murillo Soto, una semblanza

Murillo Soto era, además de profesor, vocal de Policía. Me citó con el Policía Municipal. El estudiantado se paralizó disgustado. Me recibió, muy serio y formal.

Lo conocí en 1956. Nos daba clases de estudios sociales. No me impresionó al principio. No tenía la retórica de Ranulfo Rosales o la chispa graciosa de Max Sorto Batres. Pero en el tiempo fui descubriendo su gracia: cercanía, fuerza animadora y provocación para que uno encontrara por sus propios medios el camino para forjarse un lugar en la vida. Cada vez que hablaba, decía que éramos unos tontos, que caminábamos arrastrando los zapatos, que poníamos cara triste y que no hablábamos. Que debíamos comportarnos como jóvenes, enérgicos, con fuerza e imaginación, incluso, retando conductas tradicionales en una cultura somnolienta como la de Olanchito. Entonces peinaba canas. Para nuestros estándares era un viejo, pero caminaba con la punta de los pies, con energía, casi bailando, y aunque era un hombre de baja estatura, transmitía una energía extraordinaria. Su habla era rápida. Noté en el fondo una voluntad para manejar en la expresión forzada con que anular alguna forma de tartamudez en su infancia. No se comportaba como académico y tampoco quería impresionarnos, sino empujarnos para que cada uno encontrara su camino.

Lo empecé a ver fuera de clases. Darío Turcios, su hijo, era uno de los dos mejores amigos; y en consecuencia un invitado frecuente en su “casa”, que tenía el encanto de contar con una máquina de escribir que me conquistó desde que la vi. Lo aprecié más cuando descubrí que era un promotor, un maestro que animaba a la búsqueda de nuestra identidad. No era un moralista y menos un recitador de enseñanzas griegas o romanas. Hacía bromas y, cuando uno cometía errores, tenía la palabra confiada para animar a la rectificación.

En 1960 era el presidente del Consejo Estudiantil del Mejía. El 11 de junio, los estudiantes hicimos escándalos; y algunos cometieron tropelías. Con otros compañeros trajimos y colocamos los restos de un vehículo estropeado y lo pusimos frente a uno de los salones de la ciudad. El propietario salió y nos hizo disparos. Nos refugiamos tras las bancas del parque. Algunos propusieron que para vengarnos visitáramos y escandalizáramos a la “amiguita” del que nos había disparado. Y en tropel se le lanzaron piedras al techo y se le gritaron palabras irrepetibles a la joven y bella señora. Fue una venganza, como casi todas, injusta.

Murillo Soto era, además de profesor, vocal de Policía. Me citó con el Policía Municipal. El estudiantado se paralizó disgustado. Me recibió, muy serio y formal, pero una vez adentro de su oficina se echó a reír, preguntándome cómo había reaccionado la dama insultada. Me dijo que teníamos que madurar, y me despidió. El colegio regresó a la normalidad.

Era escritor y periodista. Fundó el primer periódico (Olanchito Moderno) con el apoyo del general Zelaya, que llevó la primera imprenta. Y en 1960 fuimos compañeros en el “Bloque de Prensa”. Era de prosa fácil y lenguaje suelto. Ricardo Abril, su seudónimo. Fue corresponsal de El Día. La fama le seguía con naturalidad. Fundó “La Semana Cívica”, en un acto de genialidad para honrar a los exalcaldes destacados en el mejoramiento de la vida de la ciudad. Fue dos veces director del Mejía. El primero y el de la transición, después de 1963. Como dirigente magisterial le sucedí en la presidencia de la Asociación de Maestros en 1962.

Gran ser humano. De méritos singulares, insuperables. Con fuerte vocación cultural como nadie más. Reconoció el talento de Amaya Amador. Nos animó para ser mejores. Le vi, un poco antes de morir. No podía caminar. Le pregunté si me conocía y pronunció mi nombre con alegría. ¡Un gran tipo Francisco Murillo Soto!

las columnas de LP

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