Familias B&B

El papa León XIV nos ha recordado recientemente que “son las familias las que generan el futuro de los pueblos”. Y, sin embargo, muchos hoy la ven como una carga.

Durante agosto, mes de la familia, quiero ofrecer una serie de cuatro artículos para reflexionar, provocar y despertar el corazón. No hablaremos desde la nostalgia, sino desde la fe, la Escritura y los desafíos reales de 2025. Porque la familia no es pasado: es promesa, herida... y esperanza, comencemos. Hay casas que huelen a comida recién hecha, a ropa tendida al sol, a risas compartidas. Y hay otras que huelen a puertas cerradas, a audífonos encendidos, a pantallas encendidas y corazones apagados. Algunas familias ya no viven juntas, simplemente cohabitan. Como en un hotel B&B (abreviatura de cama y desayuno en Inglés): cada quien entra y sale, duerme y desayuna, pero nadie se detiene a mirar al otro a los ojos. ¿Dónde quedó la mesa compartida? ¿Dónde la conversación sin reloj? ¿Dónde las peleas que terminaban en abrazos, los “te quiero” sin emojis, las buenas noches antes de dormir? El Evangelio nos recuerda que “un hombre deja a su padre y a su madre y se une a su mujer, y los dos se hacen una sola carne” (Gén 2,24). No dice que se vuelvan compañeros de gastos ni usuarios del mismo wifi. Habla de unidad. De comunión. De vínculo. La familia, desde el diseño divino, no es una estructura funcional: es una alianza de vida y amor (cf. Gaudium et Spes 48). Pero el ritmo del mundo moderno ha convertido a la familia en algo opcional. El trabajo absorbe. El cansancio aísla. Los dispositivos entretienen, pero no acompañan. Los niños crecen frente a una pantalla; los esposos se distancian frente a sus agendas; los abuelos son confinados al olvido. El hogar se vuelve un dormitorio con comedor compartido. Un lugar sin raíces ni relatos comunes. El papa León XIV nos ha recordado recientemente que “son las familias las que generan el futuro de los pueblos”. Y, sin embargo, muchos hoy la ven como una carga, una estructura del pasado, algo a lo que se “sacrifica” el crecimiento personal. Pero no se puede construir una sociedad sana con familias rotas. No se pueden formar ciudadanos éticos si no hay padres que enseñen con el ejemplo. No se puede pedir justicia social si en casa no hay respeto, servicio, perdón ni ternura. La familia es el primer seminario, la primera escuela, el primer hospital, la primera iglesia. Es allí donde se aprende a vivir o sobrevivir. Es allí donde se forja el carácter o se cultiva la herida. Cuando la familia se convierte en hotel B&B, los hijos crecen sin pertenencia, sin identidad, sin historia. No saben de dónde vienen, y por eso no saben hacia dónde van. Tienen de todo, pero les falta algo: raíces. Volver a la familia no es volver al pasado. Es volver al origen. Es creer que aún es posible vivir con sencillez, con profundidad, con compromiso. Es volver a mirar al otro con ternura y no con prisa. Volver a comer juntos. Volver a orar juntos. Volver a hablar sin miedo. Volver a reír sin fingimiento. Este mes de la familia no es para llenar de flores y frases bonitas las redes sociales. Es para volver a hacer de tu casa un hogar. Para recordar que el amor no se improvisa: se cultiva. Tal vez no puedas cambiar el mundo, pero sí puedes volver a casa y preguntar: ¿cómo estás hoy? ¿Qué necesitas? ¿En qué te sirvo? Porque no hay política pública ni ley del Estado que pueda sustituir la calidez de un abrazo, el silencio compartido, la escucha auténtica y el perdón sincero. La familia, cuando es verdadera, no es perfecta, pero sí es real. Y eso, en este mundo de filtros, ya es bastante.

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