Entre el salario y la eternidad

Cabe aclarar que la jornada laboral regular es de 40 horas semanales. Pero la pregunta no es cuántas horas trabajamos, sino si aún sabemos para qué lo hacemos.

Durante siglos, el trabajo fue más que una necesidad: fue una forma de espiritualidad. El herrero medieval sabía que con cada golpe de martillo no solo forjaba espadas, sino también su alma por medio de la paciencia. El campesino que araba la tierra aprendía del ritmo de la vida, de la muerte y de la resurrección escondidos en el ciclo de las estaciones. Hoy, en cambio, algo se ha roto. Entregamos ocho horas diarias, un tercio de nuestra vida, a sistemas que nos devuelven dinero, pero nos roban sentido. Trabajamos para vivir, pero el trabajo nos vacía. ¿Cuándo se rompió el vínculo entre lo que hacemos y lo que somos? Pues cuando pasamos de artesanos a engranajes, El homo faber, el hombre que hace, que transforma, ha sido sustituido por el homo economicus, pieza intercambiable de un engranaje que ni entiende ni controla. Antes, un carpintero tallaba su nombre en la madera; ahora, un operario firma informes que nadie lee. Lo que antes era vocación, hoy es productividad por hora.

La Doctrina Social de la Iglesia nos recuerda que el trabajo es participación en la obra creadora de Dios (cf. CIC 2427). No es castigo, ni moneda de cambio: es oración con las manos, identidad encarnada. Pero el salario ha pasado de ser medio a convertirse en el único fin. Y con él hemos perdido algo esencial: el alma del trabajo. El papa Francisco lo tenía claro: “Si el trabajo se reduce a mercancía, nos deshumaniza” (OIT, 2021).

El problema no es trabajar mucho, sino trabajar sin un para qué. El cansancio físico se cura durmiendo. El del alma, no. Las oficinas sin ventanas y las fábricas que no dejan mirar al cielo son imagen de un mundo que ha olvidado lo trascendente de laborar. Gaudium et Spes lo advirtió hace décadas: el trabajo debe promover “el bien integral de la persona” (n. 67). Hoy, la eficiencia ha reemplazado al sentido. Lo útil ha eclipsado lo humano, un ejemplo claro son las recientes declaraciones del magnate Elon Musk, quien en su red social “X” afirmó: “Necesitamos revolucionarios con un coeficiente intelectual muy alto dispuestos a trabajar más de 80 horas a la semana”.

Cabe aclarar que la jornada laboral regular es de 40 horas semanales. Pero la pregunta no es cuántas horas trabajamos, sino si aún sabemos para qué lo hacemos. Por ello se vuelve urgente no huir del mundo laboral, pero sí luchar por redimirlo desde dentro, en primer lugar, sanando la fractura entre salario y la dignidad. No basta con sueldos justos: hacen falta condiciones humanas. “Laudato Si” lo dice sin rodeos: el trabajo debe permitir desarrollar la propia humanidad (n. 124). En segundo lugar se debe redescubrir el valor de lo concreto. El que barre una calle cuida la casa común.

El maestro no transmite datos: siembra almas, porque la labor más pequeña puede volverse ocasión de santificación. Desde el médico que cuida, el abogado que defiende, hasta el ingeniero que diseña y construye, todos podemos santificarnos desde nuestra tarea. Haciendo el bien, haciéndolo bien y estos con amor.

Por eso, hoy 1 de mayo Día del Trabajo no debe reducirse a una fiesta gremial, sino elevarse a un clamor profético: exigiendo empleos dignos sí, pero también recuperando el alma del trabajo. El homo faber no está llamado a ser máquina, sino artesano. Para que cada tarea, por pequeña que sea, pueda ser un latido de eternidad. Y así nunca olvidar que el trabajo, en nuestras manos, puede ser un martillo que construye jaulas o un cincel que esculpe santidad, la elección es nuestra.

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