A veces, el mundo parece escrito por un poeta borracho o por un dios distraído. Hace unas semanas, la Fifa, esa institución que gusta envolverse en discursos de pureza, neutralidad y fraternidad universal, decidió otorgarle un premio de la paz a Donald Trump. La noticia llegó como una ráfaga caliente del Caribe - absurda, grotesca, tan sorprendente como ver a un volcán recibir una medalla por buen comportamiento. Y, sin embargo, aquí estamos, intentando entender lo inentendible. Intentando descifrar por qué un organismo global que dice defender los derechos humanos elige celebrar a un hombre que gobierna con amenazas, sanciones y un apetito voraz por la división.
Nadie ha saboreado mejor estos espectáculos que los hondureños en las últimas dos semanas. Sabemos que, detrás de las máscaras del poder, casi siempre hay una trama de intereses donde la verdad es opcional y la dignidad un precio negociable. Lo que ocurrió hoy con Fifa es un recordatorio de algo que el mundo del deporte insiste en negar. El deporte es político, siempre lo ha sido, y siempre lo será.
La Fifa puede repetir mil veces que es neutral, que el fútbol une, que la humanidad se encuentra en un campo de juego. Pero cuando su presidente, Gianni Infantino, entrega un premio de “paz” a una figura cuyo legado está marcado por conflictos, expulsiones, persecución interna y tensiones geopolíticas, la ilusión se rompe como una pelota vieja contra un muro. Un discurso que compra legitimidad, no justicia. He estudiado cómo las instituciones internacionales utilizan el lenguaje de los derechos humanos como barniz para proteger su imagen. La Fifa es la mamá de Tarzán en esa técnica. Habla de libertad, inclusión, seguridad de periodistas, defensa de refugiados, protección de trabajadores, pero sus decisiones reales se guían por otra brújula: la conveniencia política.
El premio otorgado es un ejemplo perfecto de cómo el discurso se convierte en herramienta, no en compromiso. La palabra “paz” pierde significado cuando se coloca como etiqueta vacía sobre una figura profundamente polarizadora. Y así, lo que debería ser un reconocimiento moral se transforma en un gesto estratégico, casi cínico, que busca alianzas, favores, votos, mundiales futuros.
Infantino no está celebrando la paz. Está celebrando el poder.
La farsa de las reformas
Claro, la Fifa tiene una Política de Derechos Humanos. En papel, es impecable. Reconoce obligaciones, identifica riesgos y promete transparencia. Pero en la práctica, su impacto está limitado por la misma estructura que se jacta de defender principios que luego ignora a conveniencia.
Sí, hubo reformas internas tras los escándalos de corrupción. Sí, se crearon unidades especializadas. Pero cuando llega el momento de aplicar esos estándares a decisiones de alto perfil, desde sedes de mundiales en países con gravísimas violaciones hasta premiaciones a líderes controvertidos, la institución se refugia en su vieja costumbre - lo simbólico por encima de lo sustantivo.
El premio a Trump revela ese desbalance con claridad. No es un error aislado, sino parte de un patrón. Fifa selecciona a quién sanciona, a quién calla, a quién celebra. Su “neutralidad” siempre favorece a los poderosos. Sus principios siempre se adaptan al clima político del momento.
¿Qué nos dice todo esto a los latinoamericanos?
Nos recuerda algo que intuimos desde siempre. Que los derechos humanos, cuando no son prioridad institucional, terminan convertidos en herramientas de relaciones públicas.
Honduras, Centroamérica, América Latina entera lo ha vivido. Esta semana con Trump y Roger Stone, los guerreros del teclado gringos que le han declarado la guerra a Libertad y Refundación y a los liberales, los hondureños han estado sumergidos en este teatro de discursos blandos e intervención americana del siglo 21. Hemos visto cómo las grandes potencias, políticas o deportivas, deciden cuándo nuestras vidas importan y cuándo no. Hemos visto cómo la narrativa del orden, de la paz, de la democracia, se usa para justificar guerras, sanciones, invasiones, bombardeos... o premios absurdos como el de hoy.
El fútbol merece algo mejor
Hoy, la Fifa nos recuerda que la paz, cuando la pronuncian los poderosos sin coherencia moral, es una palabra que se deshace en la boca. Que no nos engañen. Que no nos digan que este premio busca unir al mundo. Que no pretendan que el fútbol está por encima de la política cuando, con actos así, la respiran, la usan y la moldean. La pelota rueda, sí, pero el poder también. Y hoy, una vez más, fue el poder quien metió el gol.