En México, el año 2022 marcó el inicio de una ofensiva política contra el Instituto Nacional Electoral (INE), impulsada por el partido Morena, entonces encabezado por el presidente Andrés Manuel López Obrador, y que posteriormente llevó al poder a la actual presidenta Claudia Sheinbaum.
La ofensiva tenía cara de una reforma que buscaba reemplazar a los consejeros mediante voto popular y transformar la estructura del órgano en un nuevo Instituto Nacional de Elecciones y Consultas (Inec). El objetivo no era técnico, sino estratégico: controlar al árbitro antes del juego.
Paradójicamente, tras sembrar dudas sobre la autonomía del INE, ese mismo partido consolidó su poder ganando las elecciones presidenciales de 2024. El patrón quedó claro: debilitar institucionalmente al ente rector, imponer una narrativa de desconfianza y legitimar la victoria desde esa sombra.
Honduras sigue esa misma lógica. Tras el caos del proceso primario del 9 de marzo, hay una campaña sistemática para erosionar la imagen del Consejo Nacional Electoral (CNE). Se han promovido movilizaciones, deslegitimado públicamente a sus miembros, y en las últimas horas se ha filtrado que el Ministerio Público podría presentar requerimientos fiscales contra los tres consejeros.
No se trata de corregir errores del sistema, sino de vaciar de credibilidad al árbitro para luego reclamar legalidad desde el poder. Es el mismo guion: desprestigiar, aislar, presionar y convertir al CNE en un rehén. La desconfianza no es consecuencia; es instrumento premeditado. Al igual que ocurrió en México, en Honduras no se plantea una reforma abierta, sino una captura silenciosa por desgaste, canalizada por la vía judicial porque quien controla el relato, también controla la percepción de victoria.
Lo que se necesita no es silencio cómplice, sino una defensa serena y decidida de la institucionalidad. La historia demuestra que cuando el árbitro es destruido desde adentro, el juego deja de ser justo. Las instituciones no deben ser cómplices ni escudos, sino garantías. Que no sea demasiado tarde para recordarlo.
La legitimidad del sistema no se impone, se garantiza. Hoy, más que nunca, defender al árbitro es también recordarle que su función es aplicar las reglas con imparcialidad, no ser parte del juego.