En un tiempo marcado por desigualdades extremas, guerras que desgarran pueblos y una crisis ambiental que golpea con más fuerza a los pobres, el papa León XIV ha publicado, el pasado 9 de octubre, Dilexi te (Te he amado), una exhortación apostólica que no busca inspirar aplausos, sino sacudir conciencias y en el que descubrimos a manera de eco, el último mensaje del papa Francisco. Se trata de un texto profundamente evangélico, pero también intensamente político en el mejor sentido de la palabra: En sus numerales denuncia estructuras que matan, injusticias que se han vuelto paisaje y vidas humanas descartadas como si fueran estadísticas (92-94). León XIV recuerda que la pobreza no es solo un drama social: es un lugar teológico, un rostro en el que Dios se revela y nos examina (76-79). “El pobre no es objeto de estrategias, dice, es sujeto de historia, de cultura y de fe” (100).
No se trata de repartir migajas para tranquilizar la conciencia, sino de reconocer que los pobres son protagonistas de la historia que Dios escribe en la tierra (102). Este texto es, sobre todo, un espejo incómodo para los poderosos. Habla de una “tiranía invisible” que impone sus reglas y normaliza la exclusión (92), denuncia la alienación social que hace tolerable mirar a otro lado (cf. 93) y cuestiona la fe ciega en mercados que prometen dar lo que nunca llega (92-94). Es un llamado directo a los líderes del mundo: políticos, empresarios, organismos internacionales, a dejar de administrar desigualdades y comenzar a transformar realidades. Reclama vivienda digna, educación accesible, economías humanas, ciudades que integren y no excluyan, y políticas migratorias justas y sostenibles (68-75; 96). Y aquí el pontífice no está hablando desde un balcón de mármol: está hablando desde el pesebre y desde la cruz. En el fondo, les recuerda a los poderosos algo que suelen olvidar: no habrá paz estable en el mundo, ni progreso auténtico, mientras las mayorías sigan condenadas a sobrevivir en la periferia del sistema (90-91). Pero Dilexi te no se limita a apuntar hacia arriba. También interpela a la Iglesia de a pie. La opción preferencial por los pobres no es un lema piadoso ni una moda ideológica o política: es una exigencia evangélica (99-101). “Los pobres nos evangelizan” (102), afirma León XIV. Una Iglesia que se aleja de ellos se aleja de Cristo (110-111). Y la peor forma de exclusión no es solo la económica, sino sobre todo la espiritual: negar a los pobres la cercanía humana, la Palabra y los sacramentos es traicionar la misión del Evangelio (114). El papa advierte contra una fe cómoda, encerrada en templos, que habla de amor sin tocar heridas reales (113). Vivimos una hora decisiva.
La crisis climática, las migraciones masivas y la concentración obscena de riqueza nos obligan a elegir: o escuchamos a los pobres o perdemos nuestra alma colectiva (97-98). Dilexi te no ofrece soluciones técnicas, pero sí una brújula moral: construir una civilización desde los descartados (76-79; 105-107). Es una bofetada elegante al cinismo y la indolencia de quienes gobiernan sin escuchar y un recordatorio firme a los creyentes: la fe no puede reducirse a discursos (113-114). El Buen Samaritano no habla: actúa (105-107). A los poderosos, el Santo Padre les recuerda su responsabilidad (91-94); a la Iglesia, su vocación (99-114); y a cada uno de nosotros, nuestra humanidad compartida. Porque “los pobres no son un problema que resolver, sino un hermano que abrazar” (100-102). Y ese abrazo, o su ausencia, definirá la historia que contaremos mañana.