Sí, el presente y el futuro nos pertenecen a todos y no únicamente a quienes se autoproclaman en exclusiva como los que definen e interpretan al “verdadero pueblo”, excluyendo de tal vocablo a toda persona que disiente de su percepción monopólica de la realidad y revelando así su dogmatismo e intransigencia.
Los populismos, tanto los de extrema derecha como los de izquierda radical, promueven el miedo, la confrontación y la lucha de clases como medios para alcanzar la prosperidad y el bien común. Rechazan el compromiso y el diálogo, la solidaridad clasista y la heterodoxia.
Las palabras democracia y libertad las perciben como vacías de contenido real, reemplazadas por el autoritarismo, la cosmovisión única, el monólogo y la ortodoxia.
Buscan antagonizar y dividir en vez de unir a sus compatriotas alrededor de metas y objetivos compartidos. Para ellos y ellas, quienes están en desacuerdo y no aceptan las interpretaciones del líder, son vistos como enemigos, ya que están convencidos (as) de que solo existe una verdad única: la expresada por el caudillo y transmitida por sus exegetas. Se ven a sí mismos (as) como los que vigilan y preservan el destino de la nación. En vez de unir, buscan dividir y enfrentar a hermano (a) contra hermano (a), inculcando, simultáneamente, el miedo y el fanatismo, la revancha y la venganza.
Olvidan deliberadamente que tanto el desacuerdo como el derecho a disentir pacíficamente son elementos esenciales en un genuino sistema democrático, constituyendo el motor del cambio y la renovación permanentes, sin privilegios especiales para determinados grupos e intereses.
No temamos ni al presente ni al futuro; recibámoslos con optimismo y unidad. Juntos podemos configurarlos, si existen convergencias en torno a los grandes temas sociales, económicos, políticos y culturales, con igualdad de oportunidades para todos y todas, priorizando a quienes históricamente han permanecido excluidos, olvidados y marginados, con los cuales el país tiene una deuda pendiente de ser cancelada.
No permitamos que seamos empujados hacia laberintos sin salida, conducentes a una severa crisis institucional que conduzca al colapso de nuestro frágil y precario sistema democrático.
Ello conduciría a un retroceso hacia autoritarismos aparentemente superados, en los que la voluntad de una o unas pocas personas se impone por sobre el ordenamiento jurídico. Sería volver a la ley de la selva, al “sálvese quien pueda”.
Vivimos una coyuntura especial, por lo incierta y dramática. Ha llegado entonces la hora de implementar decisiones que desaten los nudos gordianos de manera pronta y decisiva, con firmeza.