El 16 de agosto murió en San Pedro Sula Norma Nasser –esposa de Mario Soto–, compañera fraterna en el Mejía de Olanchito y convecina en la calle La Unión, en donde crecimos. Ella, en su familia, bajo el cuidado de sus padres Francisco Nasser y Angelita Sorto. Nosotros, protegidos por nuestro abuelo Victoriano y las tías Olimpia y Donatila.
En 1956 ingresamos a primer curso. Norma hizo grupo con Ana Melara, Berfalia Bonilla, Oneyda Chahín, Ruth Zúñiga, María Quezada, Cosette Morales, Julia Asley Matute, Rebeca Rivera, María Cristina Venegas, Sonia Quesada, Adolfo Quezada, Manlio Ramírez, Mario Soto, Darío Turcios, Evelio Flamenco, Rodolfo Zamora, Hernán Melara, Víctor Carrasco, Rigoberto Zúñiga, Rubén Carrasco, César Posas, Arturo Morales, Antonio Escobar, Melvin Semack, Nelda Soto, Diana Santos, Hilda Ochoa, Darío Meléndez, Guillermo Speer, Alonso Valle, Silvia Castro, Nora Mejía, Marianela Mejía, Ovidio Padilla y Ramón Fuentes.
Dejó el curso, por razones ignoradas, y solo entró después, de modo que los que éramos sus compañeros quedamos huérfanos de su sonrisa, sus bromas y su rico sentido del humor. Pronto se hicieron novios con Mario Soto – ahora su viudo —y siempre la consideramos la compañera inevitable que estaba allí. Una vez casada con Mario se establecieron en San Pedro Sula, donde ambos hicieron una carrera docente ejemplar en colegios y universidades, ayudando-- ella desde Matemáticas y Mario en Ciencias Sociales--, a hacer bello el desempeño magisterial.
Mantuvimos siempre una fraterna relación. En una oportunidad en que tenía que dar una conferencia en Puerto Cortés y al perder el bus busqué a Mario para que me llevara al sitio donde la brindaría. No estaba, pero Norma me llevó al garaje donde había dos carros: “escoge el que querrás”. Así llegué a tiempo y cumplí mi compromiso. Regresé. Le entregué el auto a Norma, sin agradecerle siquiera, porque ella, era así: normal y generosa, siempre alegre, y con enorme fuerza para enfrentar los duros momentos que le tocó en la vida. Perdió dos hijos mayores y pudo enfrentar con serenidad la ausencia de sus vástagos.
En junio me llamó por teléfono para informarme que Mario estaba mal de salud. “No sabe el día que está viviendo”, dijo con la naturalidad con que daba cara a las dificultades. Le ofrecí que les visitaría para abrazar a su marido, cosa que no pude cumplir porque ella se adelantó a la cita con la muerte, víctima de un ataque cardiaco. Allan Murillo, médico especialista, me informó de su muerte. Felipe Ponce me dio las indicaciones sobre la funeraria en que se velarían sus restos. Y allí estuvimos unidos en los recuerdos comunes. Alrededor de Norma, volvimos a ser los compañeros de siempre.
En la funeraria nos encontramos sus compañeros, sus hermanas y hermanos, sus nietos, sobrinos, amistades y exalumnos. Fue un encuentro en que Norma, otra vez, fue el centro de la conversación. Volvimos a vernos con Nayib Mahomar; la hija de Teresita-- la hermana mayor muerta hace varios años-- y muchos amigos comunes como Eliseo Vallecillo, Darío Turcios, Evelio Flamenco, William Chahín, César Lazo. Norma Emérita, siempre estuve presente en todos los momentos y las historias donde reconstruimos experiencias. Estuvo presente su generosidad, tranquila y serena, y su capacidad para darnos su sonrisa esperanzadora.
Todos coincidimos en que la vida de Norma había sido un premio para quienes fuimos sus amigos, y que su muerte --entonces-- no es el final, sino que una inmortalidad compartida por quienes seguíamos en la vida, haciendo fila para darle espacio a los que nos sucederán. No la lloramos –excepto los más sensibles– porque nos enseñó que la vida hay que verla con alegría y esperanza. Adiós, Norma.
las columnas de LP