Los hijos del tiempo

Otra vez el rugido de los aviones. Otra vez las sirenas, los cuerpos bajo los escombros, la diplomacia del plomo

Otra vez el rugido de los aviones. Otra vez las sirenas, los cuerpos bajo los escombros, la diplomacia del plomo. Estados Unidos volvió a intervenir en Irán.

Otra justificación, otra excusa vieja vestida de nuevo. Dicen que es por las armas nucleares. Siempre por las armas nucleares. Pero todos sabemos que las bombas no caen por miedo, sino por poder.

Occidente ha tejido su relato como un tapiz de mentiras nobles: democracia, derechos humanos, libertad. Palabras hermosas que, al tocar tierra árabe, se convierten en fósforos. En Irak prometieron liberar al pueblo. Hoy, lo que dejaron fue un cementerio abierto y una nación rota. El uranio empobrecido usado en sus municiones no se fue con los soldados: se quedó en la sangre. El cáncer -la leucemia- brota ahora de las venas de los niños iraquíes, como una maldición que no merecen.

Pero antes de invadir, armaron. Armaron a Sadam Husein para luchar contra Irán. Lo fortalecieron, lo financiaron, lo aplaudieron. Y cuando ya no les sirvió, lo demonizaron. Lo derrocaron. Lo ahorcaron. Lo olvidaron. Así funcionan los imperios: crean monstruos y luego los matan, no por justicia, sino por conveniencia.

Lo mismo ocurrió con Gadafi. El líder libio tenía defectos evidentes -un culto personal grotesco, un harem que no merece justificación- pero también tenía un país con educación gratuita, salud pública, vivienda asegurada. Libia, antes de la intervención, era un faro de bienestar comparado con lo que vino después. Hoy es un Estado colapsado, fragmentado, esclavizado.

Y qué decir de Yemen, de Gaza, de Siria. Pueblos enteros que han sido reducidos a escombros, a hambruna, a cenizas. Antes de la llamada Primavera Árabe, muchos de estos pueblos vivían con dignidad, aunque no con libertad. Pero la libertad que trajo Occidente fue de mercado, no de alma. Fue pólvora.

No se puede imponer una democracia con drones. No se puede imponer una visión del mundo a pueblos que tienen sus propias raíces, sus propias heridas, sus propios tiempos. ¿Cómo decirle a un musulmán devoto que hombre y mujer son iguales ante la ley, cuando su tradición -su creencia- aún no lo permite? ¿Qué valor tiene la igualdad si se impone con bayonetas y sin respeto?

Los pueblos deben equivocarse solos. Aprender solos. Despertar a su manera. A su ritmo. Nadie tiene el derecho de bombardear el calendario de otro.

Y debemos también, desde la izquierda, dejar de desechar las luchas populares solo porque sus líderes no cumplen con la ética contemporánea que hoy dictamos desde nuestras trincheras digitales. Gadafi tenía sombras. El Che también. Rechazaba abiertamente a la comunidad LGBTQ, y eso duele, eso se condena. Pero también luchó contra la injusticia, contra el saqueo, contra el amo imperial. Fue un hijo de su tiempo, como todos nosotros lo somos del nuestro.

No podemos exigir pureza histórica a quienes enfrentaron al monstruo con fusiles y sin manuales de corrección política. No se trata de santificar, sino de comprender. De reconocer la complejidad de los pueblos y sus líderes. De aceptar que una causa puede ser justa, incluso cuando su estandarte esté manchado.

Y cuando miro hacia América Latina, reconozco los mismos patrones. El mismo títere, la misma mano. En Honduras, en Chile, en Bolivia, en Nicaragua, el dedo que señala, que impone, que derroca, es el mismo. Cuando conviene, apoyan. Cuando estorba, quitan. Los pueblos, otra vez, pagan el precio de ser hijos de un tiempo que no les pertenece.

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