Existe una vieja tentación que no distingue colores ni partidos: la de quedarse para siempre. Cada generación política, de uno u otro color, parece convencerse de que sin ella el país se hundirá. Y en nombre del pueblo, siempre en nombre del pueblo, se reescriben las reglas, se violenta la Constitución, se alargan los plazos, se manipulan los equilibrios institucionales.
Lo que debería ser servicio, se vuelve propiedad; lo que fue mandato, se transforma en permanencia. El problema no es solo quién gobierna, sino cómo entiende el poder: como don o como trono. La historia latinoamericana está llena de “refundaciones” que acaban siendo perpetuaciones; de ideales que comienzan con justicia social y terminan con control político.
Pero el Evangelio nos recuerda con sencillez la raíz del problema: “Nadie puede servir a dos señores... no pueden servir a Dios y al dinero” (Mt 6,24). Sustituyamos “dinero” por “poder”, y tendremos el mismo dilema ético y espiritual: el poder se vuelve ídolo cuando se ama más que al pueblo al que se dice servir.
La Doctrina Social de la Iglesia es clara al respecto. El Compendio enseña que “el poder político se debe ejercer dentro de los límites de la ley moral y orientado al bien común” (n. 394). Allí donde el poder se absolutiza, la democracia se vacía.
La alternancia no es un capricho constitucional: es el mecanismo que garantiza que nadie se crea indispensable, que el servicio no se degenere en dominio. La alternancia es la respiración de la democracia; sin ella, el Estado se asfixia en su propio ego.
En los últimos tiempos, nuestra nación como muchas otras en la región vive el drama de una institucionalidad que tiembla ante la ambición de permanencia. Se invoca la estabilidad, la continuidad o la refundación, pero detrás suele ocultarse el miedo a perder privilegios o el deseo de controlar los resortes de la historia.
Aristóteles lo advirtió hace siglos: “El gobernante que busca su propio provecho y no el de sus súbditos actúa de forma perversa, no política”. Y Santo Tomás añadiría: “El poder es un servicio cuando busca el bien común; se convierte en tiranía cuando busca el bien propio”.
No importa el color del partido ni el nombre del movimiento: cuando el poder deja de rotar, la libertad comienza a encogerse. Por eso, el creyente no puede contentarse con elegir al “menos malo” ni dejarse seducir por la retórica de salvadores perpetuos.
El Evangelio enseña que toda autoridad auténtica nace del gesto de lavar los pies (cf. Jn 13,14). Cuando el que manda deja de inclinarse ante los demás, el poder deja de ser sacramento de servicio y se convierte en religión del ego.
El santo Padre León XIV nos lo ha recordado: “La política ha sido justamente definida como la forma más alta de la caridad, pues quien actúa verdaderamente en favor del bien común realiza un acto de amor cristiano”.
Y es que la vida social requiere una ética de límites, porque sin límites el poder se autodestruye (cf. FT n.180). Nuestro pueblo no necesita caudillos eternos, sino instituciones fuertes; no necesita mesías políticos, sino ciudadanos despiertos.
La democracia no es perfecta, pero es el mejor antídoto contra la omnipotencia. Y su piedra angular no es el carisma, sino la alternancia: la certeza de que, al final de cada ciclo, el poder debe volver al pueblo que lo entregó.
Hoy, Honduras necesita hijos lúcidos, no ingenuos; ciudadanos con esperanza, no con miedo. Que voten con la razón despierta y el corazón libre. Que comprendan que el bien común no se alcanza por adhesión ciega, sino por participación consciente.
Mientras haya ciudadanos que crean más en la dignidad que en el dominio, habrá esperanza para esta tierra. Y la alternancia seguirá siendo el respiro que mantiene viva la libertad.