Después de estos días de descanso, de abandono de la rutina, es normal que muchos hayan regresado a su trabajo habitual con cara de pocos amigos.
Por mucho que guste o interese la tarea que se desempeñe, o por muy bueno que sea el clima laboral, el hecho de volver a la oficina, o al lugar en el que ordinariamente se gane el pan, provoca cierta resistencia emocional.
Los días en la playa, en la montaña o en la tranquilidad del hogar adquieren mayor peso cuando resulta inminente volver a madrugar, regresar al tráfico infernal de ciertas horas o a coincidir con colegas no siempre simpáticos, no siempre amables, y que, igual que nosotros, echan de menos los días de vacaciones.
Ha llegado, pues, la hora de la virtud, entendida esta como la repetición de actos buenos que, gracias a su ejecución continua, se convierten en comportamientos estables que se producen casi de manera espontánea. La conducta virtuosa permite superar los estados de ánimo y sobreponerse, con relativa prontitud, a la natural pereza o a la resistencia a realizar labores poco atractivas; pero que forman parte de la cotidianidad.
Todas las personas tenemos días... y días... A veces nos levantamos con ganas de “comernos el mundo”, a veces con ganas de vomitarlo. Hay días en los que la sonrisa nos sale con bastante facilidad y otros en los que poco nos falta para enseñar los dientes con cara amenazante. Hay ocasiones en los que devolvemos los buenos días con toda sinceridad, y otros en los que lo hacemos por educación o por compromiso, aunque por dentro nos preguntemos qué es lo que tienen de buenos.
Pues, justamente, cuando no estamos de buen humor, cuando nos sentimos cansados, cuando vamos a contrapelo, es cuando ha llegado la hora de la virtud, la hora de saludar amablemente, aunque no se tenga ganas; la hora de arrimar el hombro, aunque apetezca escurrirlo; la hora de dar la espalda al voluntarismo o al capricho.
Las virtudes humanas, todas, sea la prudencia, la fortaleza, la responsabilidad, la paciencia, el espíritu de servicio, etc. resultan extremadamente útiles cuando la tentación de los vicios como la pereza, el mal humor, la precipitación, la emisión de juicios contra otros, etc. aparezca en el horizonte vital. Cuando lo peor de nosotros busca imponerse en nuestra conducta, la virtud nos recuerda que solo en su compañía la convivencia humana es factible.
Al final, el ejercicio de la virtud a quien más beneficia es al que la practica, pero como vivimos en continua interacción con otros seres humanos, todos terminamos por beneficiarnos.