¿Independientes?

En medio de esas opresiones descubrió una lección fundamental: la verdadera libertad no dependía solo de la soberanía política, sino de la fidelidad al Dios de la alianza.

El pasado 15 de septiembre, Honduras celebró un nuevo aniversario de su independencia patria. Desfiles, banderas y discursos llenaron nuestras calles, recordándonos aquel 1821 en que dejamos de ser colonia española. Sin embargo, más allá de la fecha solemne, la pregunta persiste: ¿somos realmente independientes? La independencia no es solo un acto histórico, sino una misión permanente. Un pueblo puede tener bandera y Gobierno propios, pero si sigue sometido a la corrupción, a la pobreza, a la violencia, al crimen organizado y a la dependencia económica, su libertad queda incompleta.

La independencia no se mide solo por la ausencia de cadenas visibles, sino por la capacidad de un país de caminar con dignidad, justicia, paz y soberanía real. La independencia también toca al ser humano. No es vivir aislado ni “hacer lo que quiero”, sino ser capaz de decidir con responsabilidad, de construir con otros y de vivir conforme a la verdad que libera. La verdadera libertad es la que nos hace crecer, reconocer nuestra interdependencia y optar, incluso espiritualmente, por caminar con Dios. La historia de Israel en la Sagrada Escritura nos recuerda que la independencia no siempre se vive con espadas y tronos.

El pueblo elegido fue liberado de Egipto, pero más tarde sufrió invasiones y exilios bajo los imperios de Asiria, Babilonia, Grecia y Roma.

En medio de esas opresiones descubrió una lección fundamental: la verdadera libertad no dependía solo de la soberanía política, sino de la fidelidad al Dios de la alianza. Aun sin templos ni tierras, mientras permanecieran fieles a la ley y a la esperanza seguían siendo libres, y el pueblo de la nueva alianza, la Iglesia, lo comprendió así desde el principio: “Si el Hijo los hace libres, serán realmente libres” (Juan 8,36). Hoy Honduras debe hacerse la misma pregunta. ¿Somos libres y soberanos de verdad? Hemos logrado símbolos y reconocimiento internacional, pero ¿hemos construido un país donde cada ciudadano pueda vivir con dignidad? Las caravanas migrantes, la violencia que desangra barrios enteros, la corrupción política que roba el pan del pueblo, el narcotráfico y la dependencia de potencias extranjeras son cadenas que aún nos atan. Nuestra independencia está incompleta mientras falte pan en la mesa, justicia en los tribunales y esperanza en el corazón del pueblo catracho.

Conmemorar más de dos siglos de vida independiente no debería ser una festividad vacía. Debería sacudirnos la conciencia y llevarnos a revisar nuestra historia personal y colectiva. ¿Qué hacemos con la libertad recibida? ¿Educamos a nuestros jóvenes para amar y transformar la patria? ¿Estamos dispuestos a ser ciudadanos responsables y no espectadores pasivos? La independencia, al igual que la fe, es un don que se cuida cada día, un fuego que hay que alimentar con compromiso y esperanza.

No basta recordar el acta firmada hace más de doscientos años; hay que escribir cada jornada un nuevo capítulo de soberanía, justicia y fraternidad. La verdadera independencia es la que nace en el corazón del hombre que decide vivir libre de egoísmo, fiel a la verdad y abierto al servicio de los demás. Honduras será soberana en la medida en que cada uno de sus hijos se atreva a ser libre en lo profundo, a romper las cadenas interiores y exteriores que impiden una vida plena. Celebrar la independencia es una invitación a no conformarnos con banderas de pálido azul ondeando, sino a levantarnos como pueblo y como personas para ser realmente independientes en justicia, en dignidad y en Cristo. ¡Que Dios bendiga Honduras!

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