Vivimos en una sociedad que idolatra la juventud, la eficiencia y la productividad. El viejo estorba porque no produce, porque camina lento, porque repite las mismas historias. El marketing vende cremas antiarrugas, cirugías y filtros para ocultar la edad; lo que no se puede disfrazar se arrincona en asilos. ¿Resultado? Familias sin abuelos, generaciones desconectadas de sus raíces, jóvenes sin memoria. La Sagrada Escritura no esconde su estima por los mayores: “Corona de los ancianos son los nietos, y la honra de los hijos son sus padres” (Prov 17,6). En Israel, los ancianos eran sinónimo de consejo y estabilidad, eran los custodios de la alianza. Hoy, en cambio, pareciera que sabemos más porque tenemos Google.
Pero la tecnología no reemplaza la experiencia de quien ha amado, sufrido, esperado y perseverado. El papa Francisco fue una de las voces más firmes en recordarlo: “Un pueblo que no cuida a los abuelos y que no trata bien a los ancianos no tiene futuro” (Audiencia general, 11 de marzo de 2015). Sin abuelos, la familia se queda sin raíces y la sociedad sin horizonte. Lo cierto es que los abuelos pueden ser incómodos: ocupan espacio, requieren paciencia, interrumpen la dinámica veloz de nuestra vida. Pero precisamente por eso son un antídoto contra la prisa, la superficialidad y la amnesia cultural. En ellos descubrimos que el tiempo no se mide en “likes” ni en productividad, sino en fidelidad y memoria. El hogar multigeneracional, lejos de ser un problema, ha sido durante siglos fuente de equilibrio. Tres generaciones bajo un mismo techo eran garantía de aprendizaje mutuo: los pequeños recibían cuidado y los adultos apoyo; los ancianos hallaban sentido en transmitir. Hoy, al fragmentar la familia, hemos perdido esa riqueza y nos creemos modernos, cuando en realidad retrocedemos. Un abuelo puede no dejar bienes, pero deja algo infinitamente más valioso: testimonio. Pablo se lo recordaba a Timoteo: “Me acuerdo de la fe sincera que hay en ti, la que primero estuvo en tu abuela Loida y en tu madre Eunice” (2 Tim 1,5). La fe no se improvisa ni se descarga en una aplicación: se transmite de rostro a rostro, de mano temblorosa a mano joven. La exhortación apostólica Amoris Laetitia es contundente: “Muchos abuelos son testigos de la unión y de los valores fundamentales de la vida familiar. Sus palabras y sus afectos los sostienen y los ayudan a crecer” (AL 192). Despreciarlos es privar a los hijos de un regalo que ninguna escuela puede suplir. No se trata de idealizar la vejez: hay abuelos difíciles, hay historias de dolor y silencios que pesan. Pero incluso allí, la experiencia acumulada puede ser semilla de reconciliación y sabiduría. La ancianidad no es un estorbo, es un tesoro escondido que solo se descubre con amor.
Quizá el desafío hoy es redescubrir la belleza de sentarnos a la mesa con quien camina despacio, escuchar al que repite la misma historia, agradecer a quien rezó por nosotros mientras dormíamos. La sociedad podrá marginar, pero la familia cristiana está llamada a rescatar.
Si no queremos vivir en un presente vacío, necesitamos abuelos que nos regalen memoria. Porque al sacarlos de casa, nos robamos el alma; pero al volverlos a acoger, recuperamos el corazón.