En Honduras cada día amanecemos con titulares que hieren: asaltos en los “rapiditos” que cobran vidas inocentes, femicidios que desgarran familias, inversionistas que se alejan por la violencia que no cede. Basta abrir el diario para sentir que la tormenta no pasa y que la inseguridad respira en nuestras calles. Ante esa realidad tan concreta, muchos se preguntan: ¿qué puede hacer la oración frente a tanta oscuridad?
La Iglesia dedica octubre al Santo Rosario para recordarnos que no se trata de un simple rezo repetitivo, sino de un verdadero camino de esperanza. San Juan Pablo II, en su carta Rosarium Virginis Mariae, lo definió con claridad: “Con el Rosario el pueblo cristiano aprende de María a contemplar la belleza del rostro de Cristo y a experimentar la profundidad de su amor” (RVM 1). Es decir, en cada Ave María no repetimos palabras vacías, sino que dejamos que la vida de Jesús penetre en la nuestra y en la de nuestro país, marcado por heridas que claman sanación. Cada misterio, cada decena es como un capítulo del Evangelio contemplado con los ojos de la Madre. En la alegría de Belén, en el Bautismo en el Jordán, en el Calvario o en la gloria de la Resurrección, descubrimos que la historia de Cristo ilumina también la nuestra. En un país donde tantas familias lloran a sus muertos, los misterios dolorosos nos recuerdan que Dios conoce el sufrimiento y no se aleja de él. Y en medio de las cruces hondureñas, los misterios gloriosos proclaman que la vida y la justicia tendrán la última palabra.
Los santos contemporáneos lo vivieron así. El Padre Pío, que rezaba incesantemente, afirmaba: “El Santo Rosario es la oración de quienes vencen las batallas de la vida”. Y Santa Teresa de Calcuta, entre los pobres de su ciudad, repetía a sus hermanas: “tomen siempre las cuentas marianas, porque son el arma predilecta contra la desesperanza”. Sus palabras confirman que esta devoción, lejos de ser un refugio ingenuo, es fuerza real para enfrentar el dolor. Además, esta oración mariana no se limita a la intimidad personal. Puede convertirse en gesto comunitario: familias reunidas al final del día, vecinos que en la acera comparten intenciones, jóvenes que se encuentran para rezar un misterio. En un país donde la violencia aísla, el Santo Rosario congrega. La repetición de voces en un “Dios te salve, María” compartido se vuelve signo de unidad y de confianza en que el mal no tiene la última palabra. No podemos prometer que mañana cesarán los asaltos ni que de golpe desaparecerá la violencia. Pero sí podemos afirmar que, cuando se reza con fe, esta oración siembra semillas de paz en la tierra dura de Honduras, fortalece el corazón y devuelve la esperanza. Que este mes mariano nos encuentre con las cuentas entre las manos, no como un gesto mecánico, sino como un grito confiado que sube al cielo: “Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios; no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades, antes bien, líbranos de todo peligro, ¡oh siempre Virgen, gloriosa y bendita!”.