En Honduras, la madrugada siempre llega un poco antes que en otros lugares. Tal vez porque aquí la historia despierta más temprano, inquieta, caminando por las calles vacías como un fantasma tropical que recuerda lo que fuimos y pregunta, con voz de viento, lo que aún no sabemos ser.
A veces pienso que ese fantasma habla danés, porque cuando susurra lo hace como Kierkegaard: con esa mezcla de angustia, fe y desafío que solo conocen los que han mirado la libertad de cerca y han sentido vértigo.
Kierkegaard decía que la verdad no está en los libros, ni en los sistemas filosóficos, ni en las grandes teorías que pretenden explicar el mundo como si fuera un mapa dibujado por dioses aburridos. La verdad, decía él, vive dentro del individuo, en la soledad de la decisión, en ese temblor secreto que sentimos antes de actuar. Y mientras leo sus palabras, no puedo evitar imaginarlo caminando por Comayagua, o por Gracias, o por Tegucigalpa, viendo a un país pequeño debatirse entre obedecer o existir por sí mismo.
Nuestra independencia, en 1821, fue un salto de fe kierkegaardiano: dimos un paso hacia lo desconocido sin garantías de éxito, sin manual, sin destino asegurado. Fue un acto existencial absoluto. Y hoy, cuando el mundo se llena de imperios nuevos, de discursos extranjeros que se venden como verdades universales, seguimos ante el mismo dilema: ¿ser para nosotros, o ser según los demás?
Heidegger, que tomó la angustia de Kierkegaard y la convirtió en ontología pura, nos recordaría que un país, como una persona, solo es auténtico cuando asume su propio ser. Cuando deja de imitar, cuando deja de mendigar reconocimiento, cuando deja de ser objeto y se convierte en sujeto. Su Dasein, ese “ser-en-el-mundo” tan difícil de traducir, es también una invitación para nosotros: estar en el mundo sin ser tragados por él, existir sin desaparecer.
Y yo, que me inclino hacia Heidegger, veo a Honduras como un ser que todavía duda frente al espejo. Un ser que existe, sí... pero no siempre se reconoce.
Sartre, heredero ateo de Kierkegaard, diría que estamos condenados a ser libres. Que no podemos culpar a nadie, ni a España, ni a Estados Unidos, ni a la geografía, ni a la historia, por lo que somos hoy. Que cada país inventa su destino, como cada hombre inventa su esencia. Pero Sartre también sabía que esa libertad pesa como un sol ardiente sobre la espalda. Y nosotros, los centroamericanos, la sentimos todos los días.
Camus, más cálido, más humano, más mediterráneo, ofrecería otra visión. Para él, el mundo es absurdo: no por cruel, sino por indiferente. Pero aun así, Camus nos enseñaría a rebelarnos con dignidad. A ser Sísifo empujando su piedra, aceptando la tarea infinita de construir un país justo, aunque parezca imposible. En Camus encontraríamos la belleza de resistir sin odio, de afirmar la vida en medio del caos, de seguir soñando, aunque las élites, los imperios y los intereses externos quieran decidir por nosotros.
Y entonces vuelvo a Kierkegaard, que mira desde lejos con esos ojos tristes de cristiano herido. Él jamás habría aceptado que la libertad de un pueblo pudiera ser definida por otro. Para él, cada sujeto, cada nación, debe elegir por sí mismo, incluso, si la elección duele, incluso, si la libertad asusta.
Porque la autenticidad no es comodidad; es valentía.
Honduras no necesita ser una copia. No necesita tutores. No necesita caudillos extranjeros disfrazados de salvadores. Necesita, como enseñó Kierkegaard, atreverse a existir, aun con miedo. Necesita, como Heidegger, asumir su propio ser, sin pedir permiso. Necesita, como Camus, encontrar dignidad en la rebelión. Y necesita, como Sartre, hacerse responsable de sí misma. Al final, el fantasma que recorre nuestras madrugadas no es danés ni alemán ni francés. Es hondureño. Y nos pregunta, en voz baja:
¿Queremos vivir una existencia prestada... o queremos, por fin, ser?