Hay momentos en la historia en que votar se vuelve un examen de conciencia. No por obligación cívica, sino por convicción moral. Honduras está nuevamente frente a una elección, y no solo de candidatos: se trata de elegir qué tipo de país queremos ser. En medio del ruido, la polarización y la desconfianza, los cristianos no podemos quedarnos al margen. Votar no es una concesión del Estado: es un acto de fe en el futuro, un gesto de esperanza encarnada en la historia. El Señor Jesús nunca militó en un partido, y había varios en su tiempo, pero sí encendió en sus discípulos una profunda conciencia del bien común. Cuando dijo “Busquen primero el Reino de Dios y su justicia” (Mt 6,33), estaba recordándonos que toda elección humana debe ordenarse a ese Reino donde prevalece la verdad, la equidad y el respeto por la dignidad de cada persona.
El voto es precisamente eso: un pequeño grano de mostaza que, sembrado en conciencia, puede hacer germinar justicia. El Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia enseña con claridad: “La participación política es un deber moral del cristiano, porque pertenece al bien común” (n. 406). No se trata de una opción sentimental ni de un ejercicio de conveniencia, sino de una expresión concreta de amor al prójimo.
El abstencionismo, la indiferencia o el voto comprado son pecados contra la esperanza: renuncias a la responsabilidad de transformar la historia. Cada vez que una persona se acerca a las urnas con el corazón libre, Dios sonríe: porque allí la fe se vuelve adulta, se atreve a decidir, a discernir, a elegir la vida. Pero cuando la política se reduce a un espectáculo o negocio, el Evangelio se queda sin voz en la plaza pública. Y una sociedad sin conciencia acaba siendo manejada por los que más gritan, no por los que más aman.
No podemos seguir viendo el voto como un trueque, ni la democracia como un mercado. En la lógica cristiana, votar es rezar con los pies en la tierra, es escribir un Padrenuestro con la mano que deposita la papeleta. Porque donde hay conciencia, hay Reino. Donde hay dignidad, hay futuro. Para nadie es un secreto que los escenarios políticos hondureños actuales inspiran más sospecha que entusiasmo. La corrupción se recicla, los discursos se repiten, los nombres cambian, pero los métodos se parecen demasiado.
Sin embargo, la fe no nos permite rendirnos al cinismo. El cristiano no se retira al margen ni maldice la oscuridad: enciende una luz. Es la hora de votar con la cabeza clara y el corazón encendido, de usar la libertad como un talento que no se puede enterrar. El Papa Francisco nos recuerdo: “La política, tan denigrada, es una de las formas más altas de la caridad, porque busca el bien común” (Fratelli Tutti, 180). Y añade que una democracia sin participación se convierte en ficción. Por eso, no basta quejarse desde la distancia: hay que caminar hacia la urna con dignidad, sabiendo que el voto es una oración por la patria.
Honduras no necesita votantes resignados, sino ciudadanos creyentes: hombres y mujeres que, con el Evangelio en el corazón, sepan distinguir la manipulación del servicio, la promesa vacía del compromiso real, el poder del bien común del poder por ambición. Votar es creer que la historia puede ser distinta. Es afirmar que Dios no ha terminado su obra en nosotros.
Por eso, a finales de este mes de noviembre, no vayamos a las urnas por rabia ni por costumbre: vayamos con responsabilidad, con libertad y con esperanza. Porque cada voto honesto es una pequeña resurrección de la patria.