El parlamento en tiempos de fragmentación mundial

Las sesiones se suspenden. Las mayorías se construyen a medianoche, a cambio de cargos, favores, impunidad.

Hay edificios que no necesitan incendiarse para arder. Basta con el silencio, la omisión y el eco interminable de discursos vacíos para reducirlos a ceniza. El Congreso Nacional de Honduras es hoy un monumento a esa combustión lenta: no de fuego, sino de credibilidad. Un palacio que alguna vez prometió representar al pueblo y que ahora parece una casa embrujada por la traición y el estancamiento.

No es el único. Vivimos una era de congresos rotos, tribunas bloqueadas, coaliciones imposibles. Desde Washington hasta Tegucigalpa, desde Madrid hasta Nueva Delhi, los parlamentos del mundo han dejado de legislar y han comenzado a conspirar contra sí mismos. Son torres de Babel contemporáneas, donde no se hablan lenguas distintas, sino intereses irreconciliables. El diálogo ha muerto, y en su lugar reina el cálculo electoral.

En Honduras, los partidos ya no representan ideologías: representan lealtades personales, pactos oscuros, silencios comprados. Las sesiones se suspenden. Las mayorías se construyen a medianoche, a cambio de cargos, favores, impunidad. El pueblo, mientras tanto, mira desde abajo cómo la historia se repite como farsa.

Pero ¿es esto un fenómeno hondureño? De ninguna manera. Es una epidemia parlamentaria mundial. El Congreso de Estados Unidos, cuna del republicanismo moderno, se ha convertido en un campo minado donde incluso aprobar un presupuesto es motivo de guerra civil interna. El de España vive en perpetua investidura, rehén de nacionalismos enfrentados. En Israel, cuatro elecciones en dos años. En Tailandia, el parlamento es un decorado militar. En Perú, el Congreso ha derrocado presidentes con la ligereza con que se pasa una página.

El sistema representativo, nacido de la Ilustración, parece estar atrapado en un tiempo que ya no existe. Fue creado para sociedades más simples, más jerárquicas, donde el ciudadano confiaba en el diputado como se confía en un médico o un sacerdote. Hoy, la sociedad está hiperconectada, informada, indignada. Y los parlamentos, como cuerpos viejos y rígidos, no logran moverse al ritmo del pueblo que dicen representar.

En Honduras, esta distancia se convierte en abismo. La gente clama por salud, por empleo, por justicia, y el Congreso se paraliza debatiendo quién controla la Corte Suprema, como si se tratara de un botín. La historia no perdona estos gestos, y Honduras ha sido marcada una y otra vez por las consecuencias de su propia élite política: golpes, fraudes, exilios, miseria.

Hay quienes dicen que esta es una etapa natural en el desarrollo democrático, que apenas llevamos 80 años desde la Segunda Guerra Mundial intentando perfeccionar este experimento. Tal vez sea cierto. Pero también es cierto que, como advirtió Octavio Paz, “toda civilización que olvida el sentido de lo sagrado camina hacia su ruina”. Y la democracia, aunque nacida en la razón, necesita pasión, ética y un sentido del deber que nuestros congresistas han perdido hace tiempo.

El Congreso de Honduras no está solo en su parálisis. Está acompañado por un mundo en crisis, por una política que ya no convence y por una ciudadanía que ha dejado de esperar. Pero a diferencia de otros países, nosotros no tenemos margen de error. Cada ley que no se aprueba es un hospital que no se construye, una escuela que no se abre, un joven que migra.

Y si la democracia no sirve para cambiar la vida de la gente, entonces la gente buscará otra cosa.

las columnas de LP

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