Hoy se habla mucho de hombres y mujeres tóxicos. Personas que, con facilidad, aportan a los ambientes en los que se mueve una especie de aura espesa, incómoda, pesada. Se ha comprobado, además, que este tipo de individuos; elementos, como los llama un amigo mío, son capaces de generar en nuestro organismo descargas de sustancias químicas que acaban por enfermarnos, por hacernos sentir realmente mal, tanto que podemos necesitar atención de un especialista de la salud mental.
Tal vez los primeros con cuya compañía corremos el riesgo de envenenarnos, son aquellos, o aquellas, que practican asiduamente el deporte de la queja. Si hace frío no paran de quejarse del frío, si hace calor, del calor. La paciencia les resulta totalmente extraña y, antes de buscar virtudes en los que los rodean, se rebuscan en sus defectos, para tener de qué quejarse. Nada les cuadra, nada les parece, nada les acomoda. Destilan una amargura que contagia y que hace daño a cuantos los rodean. Su cercanía ahuyenta al optimismo y nos dejan con un rictus de fastidio, de asco, de cansancio.
Luego están los que no paran de hablar, los que no han descubierto la riqueza del silencio ni la belleza de la contemplación; olvidan todo lo que se aprende cuando se cultiva el hábito de escuchar a los demás. La verborrea de estos individuos los lleva a monopolizar las conversaciones, a buscar convertirse en protagonistas de todos los relatos y hasta a creer que son el ombligo del mundo, que todos los astros giran en su derredor. Claro, la locuacidad extrema cansa, aburre al más tolerante, y el público de semejantes personas se escabulle en cuanto puede y huye de ellas porque se convierten fácilmente en un fastidio para cualquiera.
Parientes de los anteriores son los egocéntricos. A los que encanta jugar al “yo-yo”. Estos se consideran los más listos, los mejor vestidos, los más atractivos, los mejores en todo. Suelen arrebatar la palabra en las conversaciones, porque, ante cualquier referencia a una cualidad ajena, o una experiencia particular vivida por otra persona, se sienten obligados a destacar las propias, a narrar las propias vivencias, que, claro, son siempre peculiares y superiores. Estos individuos, particularmente tóxicos, hablan con cierto tono de superioridad y esperan, por supuesto, que los demás los alabemos, los aplaudamos, los coloquemos sobre un pedestal.
Es tarea sencilla detectar estas manifestaciones de toxicidad personal, y, como si se tratara de una nube radioactiva, lo mejor es huir de estos “elementos”, por nuestra propia salud, por nuestro propio bien.