Corazones despiertos

Que la ley no tenga precio. Que el derecho no tenga dueño. El Evangelio nos llama a ser sal y luz (Mt 5,13-16), no para huir del mundo, sino para transformarlo desde dentro.

Hay un momento en que el alma de un pueblo se cansa. Se cansa de ver a los mismos con los mismos vicios, de escuchar promesas que se reciclan cada cuatro años, de ver cómo la corrupción, que al menos antes intentaba esconderse, ahora se exhibe con cinismo. En Honduras, la corrupción no es un error del sistema: para muchos, es el sistema. Y eso, lejos de escandalizarnos, parece habernos anestesiado. Pero Dios no nos creó para la resignación.

Cuando lo torcido se vuelve norma, el silencio se vuelve pecado. No podemos acostumbrarnos a que el dinero público desaparezca como niebla, que las instituciones estén al servicio del poder y no del pueblo, que los más pobres sigan cargando los platos rotos de quienes se sirven del Estado como si fuera su botín. Esa costumbre de mirar para otro lado, o de justificarlo todo “porque así ha sido siempre”, o porque, “ otro robó más”, mata el alma cívica de una nación. La Palabra de Dios es clara: “Ay de los que llaman bien al mal y mal al bien” (Is 5,20). El papa Francisco con lucidez profética lo decía sin titubeos: “La corrupción es el peor mal social, porque genera más corrupción y destruye el tejido de la sociedad” (Discurso en Nápoles, 21/3/2015). No basta con quejarse en redes sociales ni con conversaciones de esquina. Hay que resistir con la conciencia y con la acción. ¿Y qué puede hacer un cristiano en este clima? ¿Replegarse en la oración y en el desencanto? ¿Encogerse de hombros y seguir con su vida? No. La fe no es evasión. La fe nos exige compromiso. Como enseña el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, “la política es una forma eminente de vivir la caridad” (n. 407). Por eso, votar con conciencia, fiscalizar con valentía, cuestionar con argumentos y exigir transparencia no son gestos partidistas: son actos concretos de amor al prójimo. Pero ese compromiso no puede nacer del odio ni del fanatismo. No se trata de cambiar un corrupto por otro ni de abrazar ideologías vacías que solo prometen revancha. Se trata de recuperar la dignidad. De exigir que quien sirve al pueblo no se sirva de él.

Que la ley no tenga precio. Que el derecho no tenga dueño. El Evangelio nos llama a ser sal y luz (Mt 5,13-16), no para huir del mundo, sino para transformarlo desde dentro. La sal que no sala, sobra. La luz que no alumbra, engaña. Honduras no necesita más indiferencia. Necesita ciudadanos con el corazón despierto. No héroes perfectos, sino hombres y mujeres valientes que miren de frente, digan la verdad, actúen con rectitud y no se vendan por miedo ni por hambre. Porque cuando la corrupción se vuelve cultura, la única respuesta cristiana posible es la conversión. Y esa conversión comienza en el corazón, pero se concreta en la plaza alzando la voz, en la urna votando con conciencia, no con el estómago, en la denuncia canalizada sin violencia, en la vigilancia ciudadana de los que nos gobiernan. Y, sobre todo, en la esperanza activa de que las cosas, con Dios y con coraje, siempre pueden cambiar para mejor. “No te dejes vencer por el mal. Al contrario, vence al mal con el bien”, (Romanos 12,21).

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