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A favor de la vida

  • Actualizado: 20 noviembre 2015 /

Según una comparación efectuada por James Dobson, los nazis mataron a seis millones de judíos y de “indeseables” en la Segunda Guerra Mundial.

Pero en los Estados Unidos, en ese baluarte de la libertad y de la protección de los débiles, a principios de los noventas se había asesinado a más de veinte millones de niños inocentes (¿cuántos no serían a nivel mundial o serán a la fecha?).

“Despiadadamente —dice—, los hemos hecho pedazos sin ningún anestésico, y los hemos envenenado dentro del vientre de sus madres. ¡Dios mío, perdónanos por esta maldad!”. Y luego se pregunta: “¿qué sentirá Dios, mientras derramamos la sangre de esos niños?”.

Ciertamente, esa es una buena pregunta. Por lo pronto, aquí me voy a concentrar en la otra que se formulara: “¿qué querrá Dios que haga yo para proteger a los niños que todavía no han nacido?”.

Primero, Él quiere que sea santo y con pureza sexual. Y esto no es más que reconocer que hemos sido engañados. Que hemos sido embaucados con toda esa patraña de que el placer es lo principal. De que la vida pierde sentido sin él. De que la virginidad es ridícula. De que una —o la más significativa— parte del noviazgo es el contacto que remolca al sexo. O peor, de que cualquier contacto con el sexo opuesto debe llevar a la cama, etc. Sin duda, el padre de la mentira (Satanás) sabe que esta es una efectiva arma de destrucción masiva.

Segundo, que corte la dificultad y que tome decisiones correctas y definitivas. Si bien, todos tenemos libertad de decisión, el derecho de una persona a hacer algo termina cuando le hace daño o mata a otro ser humano. Todos daremos cuenta (Eclesiastés 12:14).

Y tercero, que abra la puerta de mi corazón y deje entrar la verdad. ¿Cuál verdad? Que Dios ama la vida. Que Dios es infinitamente tierno y compasivo con los niños. Que ellos son un regalo de su parte, una herencia, nuestra recompensa.