"¡Toca aguantarnos!": 130 familias en La Lima viven como en la Edad Media
Llevan más de 30 años sin energía, no tienen servicio de aguas negras, el agua potable llega hora y media al día, cenan a las 3:00 pm, se acuestan a las 6:00 pm y enfrentan plagas
- 04 de mayo de 2025 a las 00:00 /
San Pedro Sula, Honduras.
Aquí el tiempo parece haberse detenido, no hay relojes que manden, solo el sol que marca el inicio y el fin de las jornadas. En esta tierra olvidada por el progreso, la cena se sirve entre las 3:00 y 4:00 de la tarde, y el descanso comienza desde las 6:00 de la tarde, no por tradición, sino por obligación.
Cuando la luz natural se apaga todo queda envuelto en la oscuridad, a partir del atardecer las calles se vacían, las puertas y portones se cierran y desde las ventanas asoman miradas resignadas de gente que continúa esperando por electricidad.
La vida aquí es más cara, una simple gaseosa cuesta entre 5 y 10 lempiras más que en cualquier pulpería del país, lo mismo ocurre con otros productos que son de la canasta básica. No hay señal de teléfono estable, lo que hace difícil la comunicación incluso en casos de emergencia, el servicio de aguas negras es inexistente y el agua potable apenas llega durante hora y media o dos horas al día, en el mejor de los casos.
La energía eléctrica, simplemente, nunca ha llegado. En un país donde hablar de conectividad y avances tecnológicos es tema de agenda nacional, este lugar permanece ajeno, sumido en una rutina donde la luz es un privilegio y la oscuridad una constante.
Su realidad recuerda más a la vida en la Edad Media que a una comunidad del presente. Durante esta época, que se extendió desde el siglo V hasta el XV, millones de personas vivían sin servicios básicos, en aldeas oscuras al caer el sol, rodeadas de insalubridad, pobreza extrema y enfermedades endémicas. La rutina diaria estaba dictada por la salida y puesta del sol, ya que la iluminación artificial no existía.
El historiador Jacques Le Goff, en un libro llamado "La civilización del occidente medieval", describe cómo las comunidades campesinas se organizaban en torno a ciclos naturales, sin acceso a agua potable constante ni sistemas de saneamiento.
Según el informe de Cobertura y Acceso a la Electricidad en Honduras, en 2023, el más reciente a la fecha, la cobertura eléctrica nacional alcanzó 85.63%; es decir, unas 2.20 millones de viviendas de un total de 2.57 millones contaban con servicio eléctrico, dejando a más de un 300,000 hogares sin acceso a este recurso esencial.
En promedio, cada familia en Honduras está conformada por 3.6 miembros, por lo que poco más de un millón de hondureños no tienen acceso a este servicio.
Abandono
Llegamos después de las 3:00 pm luego de atravesar un camino polvoriento de más de 10 kilómetros desde el casco urbano del municipio de La Lima, en Cortés, rodeado de palma africana y fincas bananeras donde trabaja la mayoría de los pobladores.
La aldea 17 de Enero, más conocida como Las Metálicas, está olvidada por el desarrollo, alberga a más de 130 familias, sus casas, unas de tablas y nylon, otras apenas más firmes, albergan hasta ocho personas por hogar, viven apretados, pero unidos.
Al fondo, un grupo de niños juega fútbol sobre el campo que está a pocos metros de la entrada del lugar, y entre los murmullos aparece Carlos Díaz, el presidente del patronato, quien con una sonrisa franca y una mirada firme extiende la mano en un gesto de bienvenida.
"Hoy nos avisaron que venían, gracias por estar aquí", dice, estrechando nuestras manos con fuerza. "Queremos mostrarles cuál es la realidad de este sector", agrega con templanza. Viste una camiseta de color blanco a rayas, jean azul, gorra y zapatos cubiertos de polvo, su voz grave suena serena, pero en ella se adivina una urgencia contenida.
A su lado se acerca Josué Bonilla, su amigo de años y presidente de la junta de agua. Viene con el paso tranquilo de quien ha aprendido a no correr detrás de las promesas, lleva una camiseta roja de fútbol, una calzoneta jean larga hasta las pantorrillas, chancletas gastadas y una gorra que parece llevar tantas historias como la propia aldea.
"Este problema es viejo", suelta Josué, sin rodeos, mientras cruza los brazos. Hay familias que han vivido así por décadas... con baldes, con botellas, con lo que encuentran, no saben lo que es tener agua todos los días.
La conversación se convierte en un gran testimonio, ambos hablan como si cada palabra llevara la carga de muchas voces, de años enteros de espera, y nosotros, apenas al comienzo del recorrido, ya sabemos que lo que viene no es solo un reporte, es una historia que hay que contar con el respeto que merece la verdad vivida.
En las casas no hay refrigeradora, solo hieleras de corcho, los alimentos se compran al día porque no hay cómo conservarlos, cuando la temperatura sube el hielo se derrite rápido y la comida se pierde.
Los niños aprenden a vivir en penumbra, algunos encienden fogatas para atraer el sueño y espantar las plagas, mientras que las tareas escolares se hacen con focos de mano durante la noche.
“Hemos estado así toda la vida ¿Qué le vamos a hacer? Hay que acostumbrarse, toca aguantarnos, necesitamos apoyo, pero no ha llegado esa oportunidad”, dice resignada una joven, Xiomara García.
Ella, como muchos, depende de un panel solar que da para unas pocas horas de televisión y aire de ventilador. Para mirar un programa deben ahorrar batería; si se enciende el ventilador, la televisión se apaga; cuando hay sol, la energía les dura un poco más, pero durante el invierno todo se apaga, en promedio seis meses sin luz solar, con velas y lámparas como ayuda.
En esta pequeña casa de madera y aluzinc, la luz solar es un lujo administrado con precisión, el sistema que tienen instalado apenas les alcanza para alumbrar la noche, es una carga con límite y una energía que no se puede malgastar.
No hay espacio para excesos ni para olvidos, el ventilador, por ejemplo, solo aguanta hasta la medianoche, a partir de allí la corriente flaquea, las aspas giran con lentitud y luego se detienen por completo. El calor implacable se cuela por cada rincón, obligando a la familia a abrir las ventanas y a buscar aire como quien persigue un alivio esquivo.
Los focos, esos pocos bombillos que cuelgan en el interior, son más nobles y suelen llegar a mantenerse encendidos hasta el amanecer. La comida también sigue una lógica de resistencia y no se compra en cantidad, sino en necesidad.
Carnes, lácteos y productos que exigen refrigeración dependen del hielo que se consigue en una comunidad vecina, osea, 40 minutos de trayecto entre ida regreso. Cada bolsa de hielo representa una jornada más en la que pueden conservar lo indispensable y evitar que el alimento se eche a perder en un entorno donde una nevera es impensable.
Cocinar es otro acto medido, la estufa que tienen funciona con chimbo de gas y no pueden aspirar a una eléctrica, no por gusto, sino por imposibilidad, la energía que alimenta la casa no lo permitiría.
En este hogar cada aparato tiene que ser escogido no por comodidad, sino por viabilidad, aquí vivir significa adaptarse cada día a los márgenes que impone la precariedad.
Los aparatos deben ser de 12 voltios y las baterías, muchas veces de carro, se compran “a camera” (por partes), como quien adquiere una esperanza por cuotas. Una buena batería de gel (almacena energía y, en lugar de tener un líquido adentro como las normales, tiene un gel espeso que no se derrama) cuesta más de 7,000 lempiras. Un sistema completo que incluye panel, batería, focos y cableado ronda los 12,000 lempiras, inalcanzable para jornaleros que ganan 3,000 lempiras a la semana en este sector.
Dentro de esta aldea localizada entre lo verde de los árboles y los caminos de tierra, apenas una decena de casas están con cierta dignidad estructural, son las excepciones; es decir, tienen bases de concreto firme y techos que resisten las lluvias sin goteras ni parches improvisados. El resto, la gran mayoría, son viviendas modestas hechas de madera, nylon, lámina y esperanza, vulnerables a la intemperie, al calor y a la pobreza que se vuelve rutina.
La Unidad de Investigación de LA PRENSA Premium constató que muchas de las viviendas apenas se mantienen en pie, con techos vencidos por los años, paredes con grietas profundas y estructuras que parecen sostenidas más por la esperanza de sus habitantes que por materiales sólidos.
La vida cotidiana de los residentes gira alrededor de las pulperías, esos pequeños puntos de venta que, más que negocios, son una extensión del esfuerzo comunitario por sobrevivir.
Hasta aquí llegan los repartidores, ligeros, trayendo golosinas, bolsas de churros, refrescos y jugos, pero los granos básicos como arroz, frijoles y maíz, igual que el jabón, la leche o las pastas, hay que ir a traerlos a otra comunidad, a varios kilómetros de distancia; y no siempre hay dinero ni transporte ni fuerzas.
El sol aún no se oculta cuando son las 5 de la tarde, pero en esta aldea hondureña ya se siente la noche, no por el reloj, sino por la oscuridad que cae sin aviso cuando el cielo se nubla o el panel solar ya no da para más. Aquí, donde la vida lleva más de 30 años sin electricidad, el tiempo se mide diferente, no por horas, sino por carga.
Durante ciertas horas del día, cuando el sol cae y se acaba la sombra, las temperaturas suelen volver insoportable cualquier intento de rutina. En ese contexto, el hielo se derrite antes de tiempo, se vuelve agua en cuestión de horas y con el se esfuman los esfuerzos por conservar alimentos perecederos.
En más de una ocasión, cuentan los vecinos a este medio de comunicación, los productos se han echado a perder dentro de las pulperías. Carne, queso, leche y otros se han ido a la basura, un lujo que no se pueden permitir, pero que ocurre de todas formas.
En Las Metálicas, el anhelo de tener energía eléctrica no es un lujo, es una necesidad urgente que se repite durante cada conversación entre las esquinas polvorientas, en cada reunión comunitaria e improvisada bajo los árboles y en cada gesto de resignación cuando cae la noche.
El proyecto para iluminar sus calles y hogares no parece inalcanzable, costaría al menos 2 millones de lempiras, una cifra que en los pasillos del poder y en el Gobierno suena menor, pero que para estas familias representa más que el presupuesto. Ya han dado sus primeros pasos, tienen 24 postes donados e instalados desde hace un par de años, así como cinco transformadores que en su momento fueron traídos con ilusión.
Hoy, sin embargo, permanecen guardados entre cuatro paredes, cubiertos por polvo y dudas, no se sabe si aún funcionan. Las inundaciones provocadas por los huracanes Eta y Iota hace más de cinco años pudieron haber dañado sus sistemas internos, dejándolos inservibles; nadie lo ha comprobado aún.
Las noches en esta comunidad de La Lima son largas, húmedas y pesadas. El calor no se marcha con el sol, se queda, se esconde entre las paredes de madera y se "acuesta" con las familias, colándose por los techos de lámina.
Durante más de cinco horas de recorrido, LA PRENSA Premium lo vivió en carne propia: las calles sin luz, los zancudos moviénsose en la noche, los niños inquietos, las madres intentando espantar el calor con pedazos de cartón, las familias respirando despacio. Aquí el tiempo no solo se siente, se padece.
Juan Pablo Ávila ha vivido en esta aldea desde que era un cipote (niño). “Ya tengo como 40 años de estar aquí”, dice, mientras se acomoda y nos invita a conocer el panel solar que instalaron hace cinco meses afuera de su humilde vivienda de zinc.
El sistema fue un regalo de uno de sus hijos que vive fuera y costó cerca de 4,000 lempiras. “Cuando hay buen sol hay buena energía, pero cuando el cielo está opaco no tenemos nada, nos toca alumbrarnos con candelas”, comenta, con una naturalidad que solo da la costumbre; la falta de electricidad dejó de ser novedad hace décadas.
Juan Pablo vive con su esposa y sus dos hijos varones, con quienes comparten el calor sofocante de las noches. Duermen los cuatro sobre dos camas unidas, todos amontonados e intentando sobrellevar la temperatura que se encierra cuando llega la noche. “Nos acostamos a las 8:00 de la noche porque no hay luz”, relata. Afuera solo queda el murmullo de los zancudos y algún perro ladrando a lo lejos.
Dentro de la casa, el sistema de energía solar improvisado sostiene lo mínimo; es decir, un ventilador pequeño cuelga del techo sin tapadera, solo con las hélices expuestas y tirando un poco de aire que no alcanza a refrescar a todos.
“Solo tengo el ventilador anclado a un parlante, si le conectamos algo más, ya pita la planta y se apaga”, explica, refiriéndose al panel solar que les da unas 12 horas de energía cuando hay buen sol. El cableado casero hecho con esfuerzo y creatividad se mira en las esquinas de las paredes con una conexión artesanal que, aunque sencilla, representa un paso en medio de tanta necesidad.
“Ya se han muerto varios vecinos y todavía estamos sin luz”, expresa Juan Pablo, con un tono que mezcla resignación y cansancio. Lleva toda una vida esperando algo que para otros es básico, la energía eléctrica. Mientras tanto, sigue adelante con lo poco que tiene, haciendo rendir cada sol, cada gota de gas en el chimbo y cada noche, resistiendo el calor con el mismo espíritu con el que ha tolerado décadas atrás.
Cada año, el sistema de iluminación necesita mantenimiento, pues los más especializados, aquellos que utilizan gel, tienen un costo elevado por unidad. Aunque estos son más eficientes, la mayoría de las personas opta por alternativas más accesibles, como los sistemas que operan con baterías de carro, esta solución les permite mantener sus espacios iluminados sin hacer una gran inversión de un solo golpe.
Soany Meza vive con su esposo e hijos en condiciones de alta pobreza. Durante las noches dejan encendido el ventilador gracias al sistema de energía solar que tienen, "pero cuando llueve no hay nada, solo nos toca aguantar, la batería se recarga durante el día, pero lo más que nos da son unas ocho horas de energía, hay que procurar que se cargue bien con el sol", externa.
Aunque reconoce que hay baterías con más voltaje y durabilidad, ellos únicamente usan batería de carro, no una especial para paneles solares. "Es lo que podemos pagar porque no tenemos suficiente presupuesto, la batería cuesta alrededor de 2,000 lempiras y hay que estarle echando líquido constantemente. La batería estándar apenas dura un año, en cambios las de gel son más duraderas, pero también más caras", manifiesta.
"Aquí nos acomodamos con lo que hay, solo tengo un foco para iluminar la casa y cuando no hay luz nos toca estar afuera. Adentro, el calor se vuelve insoportable, los ventiladores que usamos no tiran la misma fuerza que los conectados a la red eléctrica, ya que es aire natural y no se siente igual", comenta.
Cuando el sol brilla con fuerza durante el día, la batería logra almacenar suficiente energía para encender el televisor, un ventilador y un par de focos, pero no durante mucho tiempo si todo se usa paralelamente. Esto obliga a las familias a elegir: o se prende el ventilador y el televisor queda apagado, o se enciende el televisor y se apaga la luz de la casa, así viven haciendo malabares con la energía limitada, ajustándose cada día a lo que el sol haya permitido guardar.
"Con un panel solar vamos pasando, por la gracia de Dios", exterioriza Dania García, lleva más de 30 años viviendo así, adaptándose a lo que hay. El panel le da lo justo para cargar el teléfono, encender los tres focos que iluminan su casa, poner en marcha el ventilador durante las noches calurosas y, con suerte, usar una licuadora de 110 voltios para moler aunque sea unos frijoles.
Denis Izaguirre y su esposa, dos jóvenes que comienzan a formar su hogar, viven en completa oscuridad, la única fuente de luz en su vivienda es una lámpara de mano que, en promedio, dura dos horas.
Con su foco iluminan los quehaceres diarios durante la noche, intentando ganarle tiempo a la oscuridad. "Ya estamos hechos, hace tremendo calor, pero dejamos las puertas abiertas", expone Denis, con una sonrisa tímida, como quien ha aprendido a adaptarse sin quejarse demasiado.
El tiempo no corre
"Hola, de LA PRENSA, que bueno que están aquí", saluda contento, Henri, desde su motocicleta, estacionado justo al frente de la pulpería que lleva su nombre. En su pequeño establecimiento lo único que funciona con energía solar es un televisor y unas maquinitas de juegos, no hay capacidad para sostener refrigeradoras ni otro aparato que requiera un sistema robusto, simplemente no se da a basto.
Para mantener frías algunas cosas, Henri utiliza hielo y una batería de gel que le costó más de 4,600 lempiras. “Aquí no funciona una planta porque es demasiado gasto, si hubiera luz ya tendría mi refrigradora y otras cosas”, exclama con tono de pesar. Añade con algo de esperanza contenida: “El Gobierno debería ayudarnos, ellos pueden si quisieran hacerlo”. Henri no pide mucho, solo una oportunidad para progresar sin depender de parches de energía.
“Nos gustaría tener energía para que nuestros hijos estudien, hagan tareas y miren televisión sin estar pensando en la batería”, dice Aracely Corea, con los ojos humedecidos.
En medio de la oscuridad que los envuelve noche tras noche, confiesa que muchas veces se ven obligados a alumbrarse con candelas y a encender fogatas para poder resistir. “La mayoría nos damos brisa con pedazos de cartón, ya estamos acostumbrados, aunque no es fácil, pero confiamos en Dios que algún día tendremos energía”, expresa con esperanza.
Las computadoras son una rareza inexistente en el lugar, apenas tienen acceso a una señal de telefonía móvil, y el transporte es otra batalla diaria debido al acceso hacia la comunidad. Aislados y con recursos limitados, estas personas viven con lo justo y enfrentan cada día como una nueva prueba.
“Para sobrevivir tenemos que comprar la comida al día, si queremos guardar un poco de leche para los niños no hay dónde hacerlo. Quienes tienen energía eléctrica son afortunados, deberían aprovecharla, me gustaría que nos acompañaran un día para que compartan con nosotros, sepan cómo se siente y lo valoren de verdad”, reflexiona sentada sobre el suelo de su casa.
En su casa de habitación están sus dos niños que se entretienen encendiendo pequeñas fogatas mientras el sueño llega y se acuestan temprano, pero no descansan lo suficiente.
El calor es sofocante y a cada rato se dan vuelta, sudando y tratando de encontrar alivio. Por eso, en este hogar la cena es a las 3:00 de la tarde, es la única forma que pueden comer con un poco de claridad, antes que la oscuridad lo consuma todo.
Son pasadas las 8:00 de la noche y la oscuridad lo cubre todo, en medio de un potrero solitario, a las orillas de la aldea, reina un silencio profundo. En una humilde casa en la parte alta están don José Ignacio (75) y doña María Julia, su compañera de vida.
Para llegar hasta ellos hay que cruzar pequeños matorrales y un puente artesanal torcido por el tiempo, construido con madera rústica y clavos viejos que don José colocó para conectar su pequeño mundo con el resto del pueblo.
En su casa sencilla y callada no hay energía eléctrica que interrumpa la soledad, solo ventana abierta de par en par por donde se cuela la brisa y el eco lejano de las aves y los grillos que cantan a destiempo en los alrededores. Aquí la vida parecer ir más lenta, la noche llega temprano y el silencio pesa como si el mundo entero hubiera decidido guardar respeto por estas dos almas longevas que se mantienen sin ruido en medio de la nada.
En este rincón apartado, la paz de estos ancianos es tan valiosa como el último trago de agua en tiempos de sequía, la cuidan con celo y como algo que no se puede reponer fácilmente.
"En estas tierras he vivido por más de 37 años, no tenemos aparatos, estoy resignado, no tengo para comprar luz, vivir en la ciudad es una cosa, aquí es diferente, es oscuridad", murmura sin dramatismo don José, con las manos llenas de tierra y sin camisa, mientras se seca el sudor. Su mirada se pierde entre los surcos de la tierra que cultiva cada día y la tranquilidad áspera del campo.
Cenan a las 3:00 de la tarde y se acuestan a las 6:00 de la tarde, guiados por el reloj del sol, pero el calor fuerte no lo deja dormir tan fácilmente, don José recuerda a menudo cómo su sueño llega hasta las 2:00 de la madrugada, cuando el cuerpo agotado por fin cede. Durante la madrugada solo están ellos dos, en medio del monte. “Si nos pega (da) un dolor de noche solo estamos nosotros, nadie más”, lamenta con fortaleza.
A unos 15 metros de su casa, una hendidura avanza lentamente y amenaza con derribar su casa. El terreno se ha agrietado con las lluvias y el tiempo, y pone en riesgo sus vidas.
La comunidad cuenta con una escuela y un kínder que, aunque modestos, se convierten en el centro de la vida diaria para los niños del lugar. En estos espacios, entre pizarras desgastadas y pupitres que han visto varias generaciones, los más pequeños aprenden sus primeras letras mientras sus padres luchan por sostener el día a día.
No todo está cubierto, la salud, por ejemplo, también es una deuda pendiente, aquí no hay un establecimiento primario, cuando alguien se enferma o hay una emergencia la única opción es salir rumbo a La Lima o a Flores de Oriente, dependiendo qué tan grave sea el caso y quién tenga un medio de transporte disponible; el camino no es fácil, pero la necesidad no pregunta.
La zona es segura, afirman los vecinos, la violencia, tan común en otros rincones del país, al parecer no ha hecho nido en esta aldea, aquí los vecinos duermen, hasta cierto punto, tranquilos y con la confianza que nada malo pasará mientras cae la noche, pero la tranquilidad tiene su contraparte: las plagas.
Los zancudos que se multiplican en los alrededores son insoportables, el monte que bordea las casas crea el ambiente perfecto para su proliferación, y con ellos, el miedo latente al dengue y otras enfermedades.
El agua, ese recurso vital, llega con horario limitado, de 3:00 a 5:00 de la tarde, todos los días, es cuando se habilita el servicio. Son una hora y media o dos horas que la comunidad aprovecha al máximo para llenar barriles, lavar lo necesario y prever la noche, después de eso a esperar hasta el día siguiente.
Un pozo con planta llena un tanque para abastecerlos, pero solo si todos pagan, son 130 lempiras mensuales por familia que se usan para comprar gasolina y si uno deja de pagar no hay combustible, no hay agua. A veces, en silencio y molestia, algunos se sacrifican por los demás.
Antes que los huracanes Eta y Iota arrasaran con todo y el agua superara los techos de las casas, en esta comunidad no existía ni siquiera un sistema básico de agua potable. Hoy, aunque han logrado instalar uno, saben que aún están lejos de contar con un proyecto verdaderamente consolidado, como ocurre en otras zonas del país donde el desarrollo avanza de la mano con lo demás. Tampoco tienen un proyecto de aguas negras, tan esencial entre los seres humanos.
Aun así los vecinos agradecen lo poco que tienen. “Con esto vamos pasando, sin eso seríamos casi nada”, expresan con resignación. Desde hace más de tres meses cuentan con una maquinaria nueva que les permite abastecerse de agua, la cual tuvo un costo de 24,000 lempiras, sin contar el mantenimiento periódico que exige.
La máquina anterior fue donada por la Cruz Roja y la extinta agencia estadounidense Usaid como parte de un esfuerzo por mejorar sus condiciones de vida. En aquel entonces cuando se instaló el alcantarillado básico, la comunidad no puso dinero, pero sí sus manos, fueron los vecinos quienes aportaron la mano de obra para hacer realidad ese pequeño gran avance.
Cobertura eléctrica
Según un informe denominado Cobertura y Acceso a la Electricidad en Honduras, publicado por la Secretaría de Energía en 2023, el más reciente hasta la fecha, la cobertura eléctrica nacional alcanzó el 85.63%. Esto significa que alrededor de 2,204,870 viviendas de un total de 2,575,015 contaban con servicio eléctrico, dejando a más de un millón de hondureños sin acceso a este recurso esencial.
Del total de viviendas con electricidad,según cita este informe, 1,434,945 estaban asentadas en zonas urbanas, mientras que 1,140,070 correspondían a áreas rurales.
En otros datos compartidos por la regional Empresa Nacional de Energía Eléctrica (Enee) a este medio, hasta hace dos años el ídice de acceso a electricidad real era de 88.20% (porcentaje de personas y hogares que pueden usar y disfrutan del servicio de electricidad, no solo que haya cables o postes cerca, sino que realmente tienen energía eléctrica funcionando en su hogar) y de 86.20% de cobertura eléctrica real (porcentaje de viviendas que están dentro del área donde existe infraestructura eléctrica disponible y tienen la posibilidad de conectarse a la red, aunque no necesariamente todas estén conectadas o haciendo uso activo del servicio).
Según la última encuesta realizada por el Instituto Nacional de Estadística (INE) en junio del año pasado, Honduras contaba con 2,600,640 viviendas habitadas por 2,624,033 hogares, lo que representaba una población total de 9,898,279 personas. Esto se tradujo en un promedio de 3.8 personas por hogar a nivel nacional.
Hasta junio de 2024, el 6.3% de las viviendas en Honduras carecían de un servicio adecuado de agua, mientras que el 6.8% no contaban con un sistema de saneamiento apropiado. En las zonas rurales el principal método para la eliminación de excretas era el inodoro conectado a un pozo séptico (36.4%), seguido por el uso de letrinas con cierre hidráulico.
En Honduras, según esta encuesta gubernamental, la principal fuente de acceso al agua en los hogares provenía de tubería instalada, presente en el 90.3% de las viviendas urbanas y en el 78.3% de las rurales.
En cuanto a la electricidad, alrededor del 90.7% de las viviendas contaban con acceso al servicio, siendo el sistema público la principal fuente de alumbrado. En las zonas urbanas, la cobertura alcanzaba el 92.7%, mientras que en las rurales descendía al 75.6%.
Unas 99,347 viviendas pertenecientes a familias de menores ingresos no contaban con acceso a electricidad. La falta de este servicio básico está directamente relacionada con el nivel de vida, ya que limita el uso de iluminación artificial, la conservación de alimentos y el acceso a fuentes de energía para cocinar o calentar espacios. Estas condiciones colocan a los hogares en una situación de alta vulnerabilidad y menor bienestar, profundizando las brechas de desigualdad social.
En materia de saneamiento, el contraste entre lo urbano y lo rural es evidente. En las ciudades, el 62.3% de las viviendas eliminaban las excretas a través de inodoros conectados a alcantarillado, mientras que en el campo el método más utilizado era el inodoro conectado a pozo séptico, con un 36.4%.
En el sector salud se identificó que de los 1,591 establecimientos existentes, solo el 88.43% contaba con cobertura eléctrica, una cifra que muestra las limitaciones para garantizar servicios médicos adecuados en zonas vulnerables.
A nivel regional, los últimos datos revelaron que el promedio de electrificación en Centroamérica era de 93.82%, pero Honduras continuaba en el último lugar, rezagada frente a sus países vecinos, lo que subraya los desafíos estructurales que enfrenta en materia de desarrollo y acceso a servicios esenciales.
La capacidad total instalada en Honduras es de aproximadamente 3,159 MW, distribuida en 107 centrales eléctricas. De esta capacidad, 1,104 MW (34.94%) provienen de generadores basados en combustibles fósiles, mientras que 2,055 MW (65.06%) se derivan de fuentes renovables.
El país busca aumentar la cuota de electricidad producida a partir de fuentes renovables al 70% para 2026, según cita un informe de Evaluación de la Situación para el Desarrollo de las Energías Renovables Honduras, publicado hace dos años.