Corría el año 1989 y, en aquel entonces, una versión mía mucho más joven e ingenua se preparaba para el gran desfile del aniversario de la patria. En la banda de guerra de aquel instituto reconocido por su elegancia tocaba la lira.
El calor era insoportable, como suele serlo en mi natal San Pedro Sula, pero eso no era impedimento para lucir el uniforme de gala, quepí y guantes blancos.
Aquello de marchar cada 15 de septiembre se trataba de mi contribución al homenaje a mi país, una manifestación del amor por esta tierra que me fue inculcado en el hogar, con una fuerte dosis de idealismo y con un sentido de corresponsabilidad que sigo valorando.
No era un carnaval. Era un desfile en el que los mejores alumnos eran seleccionados para tener el honor de llevar las banderas de los cinco países centroamericanos que celebran su independencia juntos.
Había alegría, es cierto, pero algo era distinto: no se trataba de un espectáculo cualquiera; aquella tremenda asoleada era un acto simbólico de honor y fervor patrio.
Con el paso de los años, como era de esperarse, comprendí que ese simbolismo debía trasladarse a otros temas menos vistosos y mucho más complejos de conservar.
Aprendí que el amor por la patria se vive conociéndola, valorándola, construyendo la convivencia diaria. También se vive enseñando a las nuevas generaciones a fortalecer su sentido de pertenencia, a no adoptar cualquier moda o tendencia que no corresponda a su propia identidad.
Entendí, además, que los discursos se olvidan si no tienen un respaldo real, que los hondureños tenemos mucho que aprender sobre nuestra propia historia, que no entenderla equivale a no conocer nuestras raíces y eso nos hace tremendamente vulnerables.
Con el tiempo comprendí que la aculturación está presente en muchos aspectos, en las palillonas, en la música y en el propio estilo de las bandas de ayer y las de hoy.
De manera especial, entendí que un mes de honores no es suficiente para un país que nos da tanto, a pesar de ser tan maltratado; que el amor no está en los grandes eventos mediáticos, sino en el actuar cotidiano, cuidándolo desde nuestra propia actuación personal, con respeto para todos, con visión y acción por el bien común.
Hoy inicia el mes de celebraciones patrias y, al mismo tiempo, oficialmente está abierto el período de campaña política. Escucharemos muchas manifestaciones de fervor por esta Honduras, algunas promesas disfrazadas de propuestas y mucho ruido.
Es un mes clave para construir patria, con actitud de escucha activa, no para atacar, sino para entender y decidir. Un tiempo para comprender que debemos proteger la convivencia, por encima de las simpatías partidarias.
Un mes para entender que las elecciones generales que se avecinan no son juego, sino una decisión clave sobre el destino compartido.
Ha cambiado mucho desde aquellos momentos de marcha juvenil. Lo que permanece intacto es ese amor por Honduras cultivado en casa, no solo con palabras, sino con hechos, buscando ser parte de las soluciones y no de los problemas, aunque se tratara de pequeños actos cotidianos.
Esa misma lección de vida que ahora busco dar a mis hijos, ya no a ritmo de tambores y liras, sino desde otra menos visible, quizás con un impacto más duradero. Que el mes de la patria renueve en nosotros lo mejor de nuestra identidad hondureña.