Solo un síntoma

Las recientes elecciones en Honduras no solo revelaron una disputa por el poder, sino una radiografía profunda del estado de la democracia en el país.

Lo ocurrido en Honduras el pasado 30 de noviembre no es solo una elección disputada: es un síntoma. Un signo claro, inquietante, casi clínico, de la salud frágil y a veces agónica de nuestra democracia. Y, al mismo tiempo, es un indicio luminoso del corazón de un pueblo que, cuando llega la hora decisiva, se levanta y vota. Mientras la clase política tropieza en cálculos y mezquindades, el ciudadano común hizo lo que le tocaba: salió a las urnas con dignidad, como quien va a defender lo poco que le han dejado o lo mucho que espera. El contraste es brutal.

De un lado, un pueblo que se comporta como adulto; del otro, actores políticos que se comportan como adolescentes en guerra. Las denuncias cruzadas, la lentitud del escrutinio, las acusaciones de fraude, los discursos inflamados... todo ello revela una verdad incómoda: la democracia hondureña está viva porque el pueblo respira, no porque su clase política la sostenga. Las elecciones solo han dejado al descubierto una enfermedad que lleva años incubándose: instituciones débiles, liderazgos personalistas, pactos oscuros y una cultura política que teme más perder poder que perder país. Ninguna democracia madura puede sostenerse así.

En la Sagrada Escritura, los profetas de Israel tenía un término para estas situaciones: “pastores que se apacientan a sí mismos” (Ez 34,2). Pastores que se sirven del rebaño, en lugar de servirlo. Y, sin embargo, ahí está el milagro democrático: el pueblo hondureño votó sin violencia, sin intimidación, sin odio. Solo pidió una cosa, la más elemental, la más justa: que se respete su voz. Nuestro Señor Jesucristo lo decía con una claridad que sigue incomodando a poderosos de todos los tiempos: “Que vuestro sí sea sí y vuestro no, no” (Mt 5,37). Transparencia, coherencia, honestidad. Nada más... y nada menos. Los partidos y candidatos deben entender que este no es un momento para gritar, sino para discernir; no para imponer, sino para ceder; no para incendiar las calles, sino para proteger la paz. La Doctrina Social de la Iglesia afirma: “La autoridad política existe para buscar el bien común, no la ventaja de un grupo” ( Cfr. CDSI, 168). Si en este instante crucial esa verdad no guía las decisiones, estaremos frente a una traición histórica. Los hondureños ya hicieron su parte. Los políticos no pueden fallar ahora. Sería imperdonable que la ambición de unos pocos empujara al país a una crisis innecesaria. La patria, esa palabra que algunos pronuncian, pero pocos aman, exige altura, serenidad y la valentía de reconocer que nadie gana si Honduras pierde.

El apóstol San Pablo lo habría dicho así: “buscando cada cual, no su propio interés, sino el de los demás” (Flp 2,4). Hoy, más que nunca, hace falta ese espíritu. Hace falta carácter. Hace falta país. Porque estas elecciones no son el problema. Son solo un síntoma. El verdadero desafío es curar la enfermedad: reconstruir la confianza, fortalecer las instituciones, elevar el nivel moral y cívico de quienes aspiran a dirigir la nación. La esperanza existe.

Está en las filas interminables de votantes, en los ancianos que caminaron para sufragar, en los jóvenes que madrugaron para servir en las mesas, en la multitud que creyó que su voto todavía vale. Honduras habló. Ahora falta saber si quienes dicen representarla tendrán la grandeza de escucharla. Si no lo hacen, el país volverá a su agonía, pero si lo hacen, entonces, solo entonces, la patria podrá comenzar a sanar.

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