Estamos por terminar el mes de agosto. Hasta hace poco era el mes de la canícula y de los calores que competía con el mes julio por los termómetros. Y en el que los días eran nublados por las quemas de los agricultores extensivos y por los vientos del norte que ingresan desde México y Estados Unidos. Este agosto ha sido raro climáticamente hablando, con lluvias que han afectado la costa norte especialmente, dejando indemne a Tegucigalpa y Choluteca. Pero ahora viene septiembre, que junto a octubre es el que más agua derrama en el curso de todo el año calendario.
Hasta 1974 –porque manejábamos pocos registros – creíamos que cada 19 o 20 años seríamos afectados por un huracán o una tormenta que destruiría infraestructuras, segara vidas y afectaría fuentes productivas. El último registro que teníamos en Caritas era del de mayo de 1954, en que una “llena”, como se le conoció, afectó a la costa norte. En septiembre de 1974, el Fifí provocó daños a la costa norte. En 1996 nos tocó el huracán Marco. El Mitch causó profundos daños en 1998. En 2012, el huracán Ernesto dejó su marca dolorosa. En el 2020, los huracanes Eta y Iota dejaron una huella de destrucción.
Ahora traemos a cuenta el asunto para interrogarnos si estamos preparados, especialmente en la costa norte – que es el corazón de la economía nacional – para controlar y dirigir las aguas que caigan en las cuencas del Ulúa, Aguán, Leán y Chamelecón.
La fragilidad de la costa norte tiene que ver con la riqueza de sus tierras. El cultivo del banano por las trasnacionales obligó a los inversionistas a construir una serie de mecanismos hidráulicos, mediante los cuales dirigían las aguas y protegían sus plantaciones. La palabra “bordo” y “borda” – el primero obstáculo y el segundo cauce para dirigir y drenar las aguas– se volvieron muy populares.
El abandono de la industria bananera extranjera, que fuera iniciada en el gobierno militar de Melgar Castro en 1975, provocó la discontinuidad del mantenimiento de los “bordos”, que pasaron a ser tarea de los Gobiernos, que indolentes, como siempre, no han cumplido con sus obligaciones en tiempo y forma. Y tampoco han efectuado tareas de drenaje para aumentar la velocidad hidráulica de los caudales de los ríos hacia el mar, especialmente en los deltas del Ulúa y Chamelecón.
Hemos oído que este Gobierno no le ha dado suficiente atención al mantenimiento de los “bordos” que protegen a SPS, La Lima, El Negrito, El Progreso y la zona bananera. Además, en conversaciones con algunos ingenieros hemos escuchado quejas sobre la calidad de los trabajos que se han vuelto una forma de enriquecimiento de algunos profesionales poco éticos que hacen trabajos frágiles de corta duración.
En fin, lo más grave: no tenemos conocimiento de que se hayan hecho estudios en SPS para defender la ciudad de las aguas de El Merendón. Hemos sugerido la construcción de una red de canales y lagunas de alivio para disminuir la velocidad de las aguas y evitar daños en la ciudad misma y en Chamelecón, especialmente. Además de proteger Pimienta, San Manuel y Villanueva. Porque la solución de largo plazo, la construcción de El Tablón, llevará su tiempo y estamos próximos a uno de los meses que más lluvia recibimos en el año.
Planificar el futuro no es el fuerte de los hondureños. Y menos ordenar el crecimiento de las ciudades teniendo enfrente los eventuales peligros. Pero por ello, en la medida en que las ciudades de la costa norte aumentan de tamaño y debilitan los sistemas de protección, la preocupación por prevenir debe ser mayor.
las columnas de LP