Con el transcurrir de los años he ido colocando una especie de hitos en mi vida, que me han servido para orientar mi recorrido y tomar lecciones para no haber existido inútilmente. Son, básicamente, ideas que he ido tomando de diferentes fuentes: lecturas o circunstancias vividas, de las que he procurado sacar provecho, para tener una vida plena y con sentido.
Uno de esos hitos, una especie de idea madre, ha sido aquella que señala que no se puede ser feliz en solitario. Debemos entender, y no me canso de repetirlo, que no somos islas, que lo que decimos o hacemos repercute en la gente que nos rodea, tanto en el ámbito familiar como en el profesional o social. Lo que hacemos afecta a la esposa, a los hijos, a los hermanos, a los colegas, a los amigos. Esas personas luego reaccionan ante nuestros hechos y nos devuelven la sonrisa, el gesto agrio, el insulto o la indiferencia que les hemos mostrado.
Podemos ir por ahí pensando que no debemos preocuparnos más que por nosotros mismos, dedicados a contemplarnos el propio ombligo y tratando a los demás como si fueran inodoros, incoloros e insípidos. Pero, tarde o temprano, la realidad, terca como es, nos hará ver que nuestra marcha vital produce olas, grandes o pequeñas, y que el entorno no es indiferente a ellas. Aquella antigua frase que nos enseña que se cosecha lo que se siembra se planta ante nosotros cuando menos lo esperamos.
De ahí que es necesario que tengamos, siempre, meridiana conciencia de que hay gente a nuestro alrededor, y que si queremos ser felices (y todo ser humano mentalmente equilibrado aspira a ello), hay que poner medios para que esa gente también tenga la posibilidad de serlo.
Es cierto que para buscar el bienestar del prójimo hay que asegurar el propio. Si la autoestima anda por el suelo o si no nos preocupamos por nosotros mismos, no podremos querer ni cuidar a los demás. Porque, como bien sabemos, no podemos dar lo que no tenemos. No podemos brindar cariño, serenidad, seguridad, paz, si carecemos de ellas. Pero es un proceso paralelo: me cuido y cuido a los demás, me valoro y valoro a los demás, trabajo por mí y trabajo por los demás.
Ayuda reconocer las reacciones que nuestra conducta causa en los demás y, luego, reflexionar sobre ellas. Después, sin agobios, rectificar sobre la marcha y luchar por evitar aquello que ha generado rechazo y fomentar lo positivo. Lo bueno es que, como sucede con el ejercicio de las virtudes humanas, lo positivo va tomando ritmo y lo bueno exige cada vez menos esfuerzo. Adelante, pues.