La muerte siempre ha sido un asunto esencial para los mexicanos. Los antiguos habitantes de México, antes de Colón, consideraban la muerte como un paso a otra vida. El destino de las almas dependía de la razón de la muerte. Si el fallecimiento estaba relacionado con el agua, iban con Tláloc, al Tlalocan (paraíso de las aguas); si la muerte era natural regresaban al Mictlán (Paraíso del sol); si perecían durante el parto o en la guerra, en sacrificio a los dioses, iban con el dios Tonatiu; los niños iban al Chichihuancuauhco, ahí los árboles manaban leche para alimentarlos.
Oigamos a Fray Bernardido de Sahagún sobre este tema: “Decían los antiguos que cuando morían, los hombres no perecían, sino que de nuevo comenzaban a vivir, casi despertando de un sueño, y se volvían en espíritus o dioses... y cuando alguno se moría, de él solían decir que era un téotl”. La muerte era el principio de la vida, que como ocurre con todo, tiene su fin: así como la semilla de maíz al ser sembrada desaparece para dar paso a la mata y a la mazorca, así mismo el sol que nace en el alba y muere durante el crepúsculo; la luna que aparece y desaparece luego de sus cuatro fases; las estaciones del año que son un renacer anual de la primavera.
Los españoles, con la conquista, impusieron otras causas para decidir el destino de las almas, luego de la muerte: si alguien se porta bien, irá al paraíso; pero si se porta mal, su destino es el infierno. De la mezcla de esas tradiciones resultó un sincretismo, de tal suerte que ahora la muerte no solo es un asunto de manifestación afectiva y de dolor, sino también motivo para el rito y la celebración.
Ramón López Velarde, uno de los más destacados y populares poetas mexicanos, nació en 1888, en Jerez, Zacatecas, y falleció en Ciudad de México, en 1921. La lectura de sus poemas nos revela una evolución traumática que va desde la inocencia provinciana hasta la fascinación por la muerte.
María de los Ángeles Chapa Bezanilla, biógrafa de Rafael Heliodoro Valle, relata que Ramón acostumbraba hacer excursiones por la ciudad para admirar sus grandes avenidas, sus alamedas, sus majestuosos edificios. Se hacía acompañar de Rafael Heliodoro Valle. Una noche, la ciudad estaba muy fría, Heliodoro le insistió en que debía abrigarse. Ramón no siguió el consejo y enfermó, al día siguiente, de una fulminante neumonía que le llevó a la muerte.
Formado en el catolicismo, pasó sus primeros años en la provincia, en donde profesó una fe militante, patente en su poética. En sus primeros versos es un romántico influido por la obra de Rubén Darío y de otros poetas.
La vida citadina, los problemas económicos –quizá- y el dilema existencial que le atormenta hace florecer una poesía, cada vez más estructurada, más profunda, más desligada del preciosismo modernista, que al mismo tiempo acentúa sus permanentes pensamientos fúnebres.
El tema de la muerte se vuelve constante. Son muchas las palabras usadas para referirse al paso supremo, que es el fin de la existencia, la aniquilación de la vida, el fin del dolor y del sufrimiento y la trasmutación en una vida nueva, en donde el espíritu, liberado de su atadura carnal, puede aspirar al reposo, a la liberación total. Octavio Paz se refirió a este aspecto de la obra y la vida de Ramón López Velarde: “Ama a la muerte porque está enamorado de un ser incorruptible, ese espíritu del cual su alma es un fragmento. Solo el amor de la muerte, que es la Muerta, podrá salvarlo de la corrupción de la vida mortal”.
El tema de la muerte, sin embargo, no se presenta tan sepulcral, ya que López Velarde adorna las expresiones con un lenguaje y un tratamiento poético que le lleva a presentar su angustia agónica con una delicadeza tal que sentimos que ha esmerilado el lenguaje para suavizar su impacto.
Sabe que va a morir pronto. Lo deja ver en sus últimos poemas, los publicados póstumamente que, si eso tuviese explicación, diría que son “post morten”. Nadie sabe en dónde, ni cuándo, ni cómo vamos a morir. López Velarde lo sabía perfectamente. Su muerte fue deseada y presentida. Casi, diría, fijada.
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