En 1954 terminamos la educación primaria. Estudiábamos en la escuela Modesto Chacón de Olanchito. Vivía con el abuelo Victoriano Bardales y la tía Donatila en la calle “La Unión”. Joaquín Reyes era nuestro maestro. Éramos más de treinta, apretados en aulas pequeñas que barríamos y manteníamos aseadas, mediante un programa de responsabilidades definidas. La Unicef proporcionaba leche y queso en la merienda escolar. Y en el aula era miembro de un grupo compacto: Menelio Maradiaga, Carlos Chahín, Luis Alonso Ocampo y Tomás Meléndez. Nos llamaban, con envidia, “los mentalistas”. Sacábamos las mejores calificaciones. Y en el grupo, el más cercano a mis afectos era Carlos, el hijo de Emilio Chahín y doña Elsa, su madre. La que de forma natural era muy afectuosa y me daba lo que a todo niño gusta: comida de casa sentado a la mesa con ella y sus hijos, entre los que destacaban Carlos y Williams. Georgette, Alma y Widad eran pequeñas entonces.
En instantes todo se vino abajo. No lo anticipé. Un día supe que doña Elsa tendría un niño. Días después, en la mañana, la terrible noticia que había muerto de parto y que solo sobrevivía el recién nacido. Por la tarde, su cadáver fue enterrado. Fue el primer muerto de mi “familia” – me sentía muy cercano a ella – y aunque vivía en los campos bananeros, donde la violencia dejaba muchos muertos, nunca antes había participado en la ceremonia de enterramiento de una persona querida. El golpe del cascajo, la tierra seca sobre el ataúd sonoro, me impresionaron, y aún ahora, 71 años después – en el mismo lugar; pero ante su tumba vacía – visitando la de mis padres, sentí el tenue hilo de los afectos de una mujer buena que posiblemente sin imaginarlo muchos años después recordaría con cariño familiar.
Williams – desaparecido Carlos en un accidente aéreo y convertido en “jefe” del clan familiar – dice es que “tú eres más que amigo nuestro, eres un hermano, siempre te hemos visto así”.
La familia Chahín fue azotada por la tragedia. En 1955, un ataque cardiaco arrebató la vida a don Emilio, el viudo de doña Elsa. Para entonces, por falta de recursos económicos, me había quedado trabajando, cuidando la casa y haciendo pequeños contratos temporales en La Jigua, el campo bananero de nuestros padres. Y leyendo “Bohemia” de Cuba.
En 1989 visité Jerusalén. El cónsul me llevó a Belén. Y allí, en la alegría y entusiasmo que nunca había sentido, tomé café en la casa de la hermana de doña Elsa, oportunidad que usamos para recordar los tiempos en que ella había vivido en Olanchito. Al regresar fui a San Pedro y me reencontré con Carlos, Williams y sus hermanas. Y me presentaron a Nicolás. Era el benjamín de la familia y, por lo mismo, el universitario mejor preparado. Había sufrido la ausencia de los padres, pero cuando Carlos y Williams regresaron a Honduras y se abrieron paso en los negocios, Nicolás tuvo la oportunidad de estudiar en las mejores universidades y obtener un grado que ninguno de ellos había alcanzado. Conversador y juicioso, indagaba y cuestionaba todo.
Era el comunicador de la familia, el negociador que al final logró cosechar lo que su familia generosamente sembró: el éxito fruto de la dedicación, la disciplina y el trabajo. Cada vez que llegaba a SPS me invitaba a sus negocios y hablaba de sus proyectos con entusiasmo. Ahora en su ausencia celebro su vida y elogio el recuerdo del niño que doña Elsa no vio crecer. Pero que celebramos sus amigos y sus hijos al entregárselo a la vida eterna, colocándolo a su lado.
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