“El mundo necesita jóvenes que sean peregrinos de esperanza”. Esta frase, contenida en el último mensaje del papa Francisco para la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, no es un simple deseo piadoso.
Es una urgencia. Honduras vive un momento histórico marcado por el desencanto de la población, la migración masiva, la pobreza estructural y la pérdida de horizonte para miles de jóvenes. En medio de esta realidad, hablar de vocación no es un lujo religioso, sino una necesidad espiritual y social.
Porque una persona que no descubre su llamado vital, sea este laical, matrimonial, consagrado o sacerdotal, está expuesta a vivir a la deriva, sin raíz ni destino, absorbida por la lógica del consumo, del placer inmediato o del escape permanente. Una vocación no es simplemente “lo que me gusta” ni “lo que se me da bien”.
Es una respuesta. Una correspondencia a la pregunta fundamental: ¿para qué estoy en este mundo? Solo cuando esta pregunta se responde desde Dios, la vida adquiere densidad, dirección y fecundidad.
La vocación es lo contrario del vacío. Es lo que salva al ser humano de caer en el sinsentido o en el espejismo de los dioses falsos: éxito sin propósito, placer sin amor, libertad sin responsabilidad. Y por eso, cuando una sociedad deja de hablar de vocación, deja también de hablar de esperanza.
Porque sin hombres y mujeres que se levanten cada día sabiendo por qué entregan su vida, lo único que queda es el desgaste, el resentimiento o la evasión. Por eso el llamado a discernir la vocación no es solo para quienes sienten inquietud por la vida religiosa o el sacerdocio. Es para todos. Para jóvenes que deben elegir entre quedarse o huir. Para matrimonios que necesitan renovar su compromiso como misión.
Para trabajadores, profesionales, líderes sociales y creyentes de a pie. Porque toda vocación es un modo concreto de decir: “aquí estoy, Señor, envíame a mí” (Is 6,8). En el mes de las vocaciones, la Iglesia en Honduras está llamada a levantar la mirada y ayudar a que muchos encuentren el sentido de su existencia no en la acumulación, sino en el don. La vocación no se impone, se descubre. Pero para ello se necesita silencio, escucha, oración y acompañamiento.
Nada de esto es espontáneo. Hay que cultivarlo. Y al mismo tiempo, es urgente crear ambientes donde los jóvenes puedan preguntarse con libertad: ¿Qué quiere Dios de mí? No para encerrarse en un proyecto individualista, sino para ponerse al servicio de algo mayor: del Reino de Dios y del bien de su pueblo.
Una Honduras con vocaciones firmes, al sacerdocio, a la vida consagrada, al matrimonio, al trabajo honesto y al compromiso social, es una Honduras con futuro. Una nación que se reconstruye desde adentro, desde el corazón de sus hijos, desde la conciencia de que estamos en el mundo no para consumirlo, sino para transformarlo con amor.
La vocación no es un privilegio de unos pocos. Es la dignidad de todo ser humano que se sabe amado y llamado. Hoy más que nunca, ese llamado no puede esperar. Porque como decía el P. Pedro Arrupe SJ: “Nada puede importar más que encontrar a Dios. Es decir, enamorarse de una manera definitiva y absoluta(...) ¡Enamórate! ¡Permanece en el amor! Y todo será de otra manera”.