24/11/2025
11:14 PM

Las campanadas de medianoche

Hay muchas historias sobre las iglesias de Comayagua, la ciudad de Centroamérica donde los españoles levantaron muchas iglesias que hasta nuestros días.

    Esta historia nos fue contada por un anciano que durante muchos años de su juventud sirvió en algunas de esas iglesias hasta que llegó a la edad de retirarse: “Voy a contarle una de las historias que más me impactaron. Hace muchos pero muchos años vivió en la ciudad de Comayagua un hombre al que todos le guardaban respeto, era asiduo visitante de la iglesia con sus tres hijas, otorgaba buenas limosnas y mantenía una estrecha relación con los sacerdotes.

    Marcela, una de sus hijas, era la más bonita. Los hombres la admiraban, pero ninguno se le acercaba por temor a don Esteban, que así se llamaba el papá. Se contaba que si algún pretendiente se acercaba a una de sus hijas, era víctima de un grupo de hombres que lo golpeaban obligándolo a abandonar la ciudad. Se dice que algunos desaparecieron para siempre.

    En un acto de confesión, el padre Elías atendió a la joven Marcela y quedó petrificado cuando escuchó que su padre la había obligado a mantener relaciones amorosas con él.

    El sacerdote no podía creer lo que estaba escuchando de un hombre puro, tan honorable como don Esteban, el único de la comunidad que ayudaba a la iglesia con fuertes cantidades de dinero. No era posible que aquel santo varón pudiera cometer un delito tan grave como el que le estaba confesando Marcela.

    Después de impartirle la penitencia a la joven, el incrédulo sacerdote no respetó el secreto de confesión e hizo llamar a don Esteban contándole detalladamente al confesión de su hija menor. A cambio de aquel favor, el perverso hombre depositó una fuerte cantidad de dinero en las manos del cura soplón, que, satisfecho, lo acompañó hasta la puerta principal de la iglesia.

    Por la noche, cuando Marcela dormía en su cama, una mano fuerte le tapó la boca. Dos hombres la ataron de pies y manos se la llevaron al sótano de la casa y la dejaron encadenada. De nada le sirvió gritar porque nadie podía escucharla. Por una puerta estrecha le pasaban alimentos, papel higiénico, medicinas y ropa. Pedía a gritos que la sacaran de su encierro y nadie podía escucharla.

    Poco a poco, aparentemente se había resignado a su suerte cuando sucedió algo sobrenatural en aquel sótano. Una brillante luz brilló en la oscuridad. Marcela retrocedió temerosa, luego vino la calma... calma que se convertiría en un azote para algunas personas.

    Desde el sótano, Marcela pudo ver afuera a las personas que pasaban y las campanas de la antigua catedral. Una mañana, mientras miraba por el agujero descubrió a los tres hombres que la habían sacado de su cama y la habían metido en aquel encierro. Inmediatamente deseó su muerte y en ese momento sonaron las campanas de la iglesia. Un pesado camión atropelló a los tres hombres y los mató en el acto.

    Luego, querido amigo, sucedieron cosas increíbles. Las hermanas de Marcela creían que ella se había ido con un hombre. No podían escapar de las garras de su malvado padre y se cuenta que una noche las puertas del sótano se abrieron solas, las cadenas soltaron las muñecas de Marcela y de nuevo brilló la luz en una esquina.

    Esteban, el viejo ricachón y abusador de sus hijas, se encontraba sentado en un sillón cuando sorpresivamente vio a su hija Marcela vistiendo harapos, sucia y maloliente, quien con voz autoritaria le dijo:

    —¡Ahora te toca a vos, desgraciado!

    En pocos minutos, el viejo quedó encadenado en el sótano y las últimas palabras que escuchó de su hija fueron:

    —Con las campanadas de la medianoche va a comenzar tu castigo, viejo maldito.

    El hombre gritó y gritó sin ser escuchado. Marcela tuvo un reencuentro con sus hermanas y les explicó lo sucedido. Tres días después abandonaron la ciudad y nunca se volvió a saber de ellas. Los alimentos comenzaron a escasear en el sótano. El viejo iba adelgazando poco a poco, la piel se le llenó de ampollas y el pelo se le fue cayendo. La casa estaba totalmente abandonada y nadie sospechó que en ella había un hombre encadenado. Se pensó que la familia andaba de viaje y nada más.

    Un mes más tarde no había comida ni agua. Un viernes, una extraña luz apareció en una esquina: era la misma luz que había visto Marcela.

    Llegó la noche. Esteban apenas tenía fuerza para levantarse de la cama, miró por el agujero y con estupor, bajo la luz de la luna descubrió que las campanas estaban meciéndose. A medianoche empezaron a sonar y los vecinos se estremecieron cuando todos los perros de la ciudad comenzaron a ladrar. Se sentía algo siniestro en el ambiente. Inesperadamente se escucharon gritos de terror provenientes de la casa de don Esteban y nadie tuvo el valor de levantarse a ver qué sucedía.

    Al día siguiente, vecinos y autoridades echaron abajo las puertas de la casa y bajaron al sótano, donde se sentía un fuerte olor a azufre. Se sorprendieron al encontrar el cadáver esquelético del viejo en el piso cubierto de polvo. Tenía huellas como de pezuñas de animal grande. Yo vi el cadáver encadenado: ¡fue el diablo que vino por ese hombre!”.