Adicción de hondureños a las pantallas es tan fuerte como la cocaína y el crack
Las principales secuelas son insomnio, ansiedad, depresión, estrés, sedentarismo, obesidad, irritabilidad y agresividad
- 17 de septiembre de 2025 a las 23:20 /
Cada vez más, los espacios públicos, los hogares y hasta los vehículos se llenan de pantallas, sean teléfonos, tabletas, televisores y computadoras.
Si bien la tecnología ha facilitado la comunicación y el acceso a la información, su uso excesivo se ha convertido en un riesgo para la salud de menores y adultos por igual, se ha vuelto un fenómeno que ya muchos expertos catalogan como una forma de adicción del siglo XXI.
Este tipo de adicción generalmente afecta la capacidad de concentración, altera el sueño y puede generar ansiedad, depresión y aislamiento social. Según estudios recientes, un adolescente promedio pasa entre seis y nueve horas al día frente a algún dispositivo digital, mientras que los adultos superan las cinco horas diarias, muchas veces relacionadas con trabajo, entretenimiento y redes sociales.
Los niños que exceden el tiempo recomendado frente a las pantallas presentan problemas de sueño, dificultades de aprendizaje y menor interacción con sus compañeros. Los expertos sugieren que el uso debe limitarse a poco tiempo de ocio digital y que los padres supervisen activamente los contenidos que consumen.
Este problema no es exclusivo de los jóvenes, los adultos que trabajan frente a las computadoras o usan constantemente las redes sociales también presentan signos de dependencia, como irritabilidad, reducción de tiempo de calidad con familiares, dificultad para desconectarse del trabajo y problemas de sueño. La línea entre el uso productivo y el compulsivo es muy delgada, especialmente cuando la tecnología reemplaza la interacción cara a cara.
A través de una encuesta digital realizada por LA PRENSA Premium a su comunidad de seguidores, se consultó cuántas horas al día pasan frente a una pantalla. Participaron 690 personas, de las cuales 241 indicaron menos de dos horas, 194 entre tres y cinco horas, 99 entre seis y ocho horas, y 156 afirmaron pasar más de nueve horas al día frente a algún dispositivo. Entre los usuarios, Brandon Lee manifestó que pasa más de 20 horas, mientras que Thesa Guillén comentó que dedica ocho horas laborales frente a la pantalla.
Lejos de ser un simple pasatiempo, la neuropsicóloga clínica brasileña radicada en Honduras, Emanuele Araujo, advirtió durante una entrevista con LA PRENSA Premium, que el uso desmedido de estas plataformas está alterando el desarrollo cerebral, la capacidad de concentración y las relaciones humanas, comparándolo incluso con los efectos del azúcar y drogas duras como la cocaína y el crack.
Araujo explicó que el cerebro humano madura de forma asincrónica, osea, de atrás hacia adelante, esto significa que áreas fundamentales como el lóbulo frontal, encargado de la toma de decisiones y el control de impulsos, se desarrollan plenamente hasta la adultez.
“Si un niño tiene acceso ilimitado a redes sociales, no posee todavía la capacidad de evaluar consecuencias, es como darle las llaves del carro, manejará sin pensar si tiene permiso o si puede ser detenido”, ejemplificó.
Los efectos de la adicción digital varían según la etapa de vida. En niños suele haber falta de concentración, agresividad, problemas para dormir y dificultades emocionales. “Hoy en día, un niño al que se le pide imaginar una máquina, apenas responde algo simple porque su creatividad ya está siendo desplazada por el exceso de pantallas”, señaló.
En el caso de los adolescentes, los síntomas se arrastran desde la niñez y se potencian por los cambios hormonales, lo que incrementa la irritabilidad y la dependencia. Mientras que entre adultos, utilizan las redes sociales como una fuga. “Cuando alguien está estresado, lo primero que hace es refugiarse en el teléfono, igual que quien bebe alcohol o fuma, es una forma de evadir la realidad dolorosa o pesada”, afirmó la analista.
Uno de los elementos que dispara la dependencia digital en menores es la falta de supervisión, pues muchos padres cansados por la rutina laboral recurren a las pantallas como sustituto de su presencia. “Se cree que el niño solo quiere un juego o un vídeo, pero en realidad lo que busca es atención, basta con mirarlo a los ojos, responderle y escucharlo, eso lo calma más que cualquier celular”, apuntó Araujo.
La profesional de salud mental aseguró que los efectos cerebrales de la adicción a pantallas son comparables con los de sustancias adictivas. “Cuando se analizan las tomografías, las regiones activadas por el consumo excesivo de azúcar, cocaína o crack, son las mismas que se ven en quienes no pueden dejar las pantallas, por eso, cuando a un niño se le quita de golpe reacciona como alguien en abstinencia, con sudor, gritos y violencia”, describió.
La comparación con drogas como la cocaína y el crack se sostiene en varios puntos. Primero, ambos producen un ciclo de recompensa inmediata, generan tolerancia, dependencia psicológica y pueden conducir a síntomas de abstinencia como irritabilidad, ansiedad y cambios de humor cuando se interrumpe su uso.
Mientras que una adicción química puede causar daños físicos graves, la adicción a pantallas afecta principalmente la salud mental y emocional, alterando la socialización y el aprendizaje. El comportamiento adictivo frente a las pantallas comparte mecanismos cerebrales similares a los que producen las drogas antes descritas.
El uso excesivo activa el sistema de recompensa del cerebro liberando dopamina, el neurotransmisor asociado al placer. Esta sobreestimulación constante genera dependencia y reduce la capacidad de experimentar satisfacción con otras actividades cotidianas, un proceso muy similar al que ocurre con sustancias químicas.
Aunque no existe un consenso científico absoluto, Araujo señaló que lo recomendable en niños es no superar los 30 a 60 minutos diarios con supervisión parental. En la adolescencia puede ampliarse con control, mientras que en los adultos lo ideal sería no pasar más de media hora al día, algo que en la práctica casi nadie cumple.
“La realidad es otra, muchos niños pasan conectados desde que despiertan hasta que se duermen, basta mirar alrededor en un restaurante o un autobús, siempre están frente a una pantalla”, alertó.
La cultura digital también está modificando la salud mental y la identidad. “Hoy, los jóvenes se miran al espejo y no reconocen su rostro porque están acostumbrados a mirarse con filtros, hay una homogenización estética que genera frustración y aumenta los casos de depresión y suicidio, especialmente en adolescentes mujeres”, aseguró.
La experta propuso estrategias para contrarrestar la adicción. En el caso de los niños, reducir progresivamente el tiempo frente a pantallas, usar controles parentales y sustituir con juegos, lectura y paseos. En tanto, en adolescentes, establecer límites claros aunque generen enojo. “Que se molesten por una causa justa, al final lo agradecerán”, dijo.
A nivel de adultos, es recomendable reemplazar el tiempo de "scroll" (desplazamiento) por actividades simples como caminar, leer pequeñas lecturas o conversar con alguien.
La sociedad necesita replantear su relación con lo digital, estamos perdiendo la capacidad de vivir lo real, las pantallas nos adormecen, pero la vida, con todo y su dolor, se enfrenta estando presentes, no evadiéndola, así lo advierte el sociólogo y docente de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras en San Pedro Sula, Lelys Paz.
Desde su perspectiva, esto no solo afecta la interacción social, sino que repercute en el desarrollo de las nuevas generaciones. En conversación con nuestro medio, Paz describió la situación como “complicada, difícil y aterradora”, especialmente por el impacto temprano que tiene la tecnología.
Según el catedrático, el consumo desmedido de dispositivos electrónicos desde edades tempranas provoca atrofia en la parte prefrontal del cerebro, limitando la capacidad de aprendizaje y desarrollo emocional.
El académico subrayó que los hábitos de los padres también influyen en este problema. “Muchos utilizan tabletas o teléfonos para consolar o premiar a los niños, pero este ‘consuelo tecnológico’ deja secuelas en la psiquis humana, derivando en ansiedad y depresión”, afirmó.
Paz mencionó que estos efectos ya son visibles a nivel universitario, donde estudiantes presentan falta de atención, rezago académico y dificultades para interactuar socialmente.
La adicción a la virtualidad también altera normas y valores sociales, la interacción real se pierde frente a la pantalla, y con ella el sentido de comunidad, la solidaridad y la construcción de identidad.
“Se está perdiendo la práctica de los juegos tradicionales, la convivencia familiar y el intercambio emocional con otras personas”, explicó el sociólogo. Esta situación contribuye a la polarización y la fragmentación social, pues los jóvenes viven cada vez más en “burbujas digitales” desconectadas de la realidad.
Respecto al futuro, el sociólogo proyectó un panorama preocupante para los próximos 10 a 15 años. La despreocupación por el conocimiento profundo, el consumo pasivo de información y la dependencia tecnológica podrían generar una población con escasa capacidad crítica y emocional.
Como medidas preventivas, desde a academia se propone campañas de concienciación desde los medios de comunicación, la escuela, los colegios y la universidad. Además, la urgente necesidad de un sistema de salud mental accesible para atender los crecientes casos de ansiedad, depresión y suicidio entre niños y jóvenes.
Natalia Vargas, psicóloga clínica, explicó que “el uso de pantallas puede considerarse normal, pero depende de la edad y del tipo de interacción que se tenga con la tecnología. Para los menores de 12 años su uso debería ser mínimo, mientras que los adolescentes podrían manejar entre 10 y 15 minutos diarios, e incluso solo durante los fines de semana, según la situación”.
La especialista destacó que, aunque muchos adultos no cumplen estas recomendaciones, no necesariamente significa que haya un problema psicológico. “Los problemas se definen según la necesidad de estar conectados, si el uso es indebido se puede regularizar, pues estamos viendopersonas que borran aplicaciones y priorizan solo las relacionadas con el trabajo, o que realizan un ‘detox digital’ (desconexión), reduciendo el uso de pantallas durante el día”.
Según estudios de la psicóloga y su experiencia clínica, los adolescentes en San Pedro Sula pasan en promedio entre cuatro y seis horas diarias frente a pantallas, incluyendo videojuegos, redes sociales, teléfono y televisión.
“El uso recreativo, como el ´scrolling´ (desplazamiento) sin objetivo, genera impulsos de dopamina que enganchan al cerebro, a diferencia del uso académico o laboral que cumple objetivos específicos y no genera esa adicción”, detalló.
Vargas subrayó que la adicción a las pantallas afecta directamente el desarrollo emocional y social. “Una señal clara es la falta de interacción familiar o social, si quitamos la pantalla y el niño no puede relacionarse, investigar, jugar o interactuar, estamos ante un uso problemático”, ejemplificó.
Entre los efectos más visibles, mencionó la tolerancia a la frustración reducida, la incapacidad de manejar emociones ante la privación de la pantalla y la dependencia para socializar.
La psicóloga advirtió que no existe un nombre formal para esta adicción, pero su impacto en el cerebro es comparable a la adicción a sustancias como las drogas. “A nivel neuronal, los circuitos de dopamina y serotonina se activan de manera similar, cuando los dispositivos se retiran, la reacción es de ansiedad, incluso palpitar fuerte o pensar en todo lo que podría pasar sin conexión”, expuso.
Recomendó que los niños y adolescentes aprendan a gestionar sus emociones, desarrollen habilidades de afrontamiento y mantengan un equilibrio entre el mundo digital y la vida real. “No es fácil, pero tampoco imposible, muchos de nosotros crecimos sin esta tecnología y logramos desarrollarnos plenamente, no estamos muertos”, concluyó.
"Abrió cuenta en Instagram y miré una conversación que no me gustó"
Perla (nombre ficticio a solicitud) es madre en San Pedro Sula, de dos niñas, una de 12 años y otra de cuatro. Desde su experiencia cotidiana ha observado cómo el uso de dispositivos electrónicos ha llegado a marcar rutinas, comportamientos y hasta relaciones familiares.
La mayor, con 12 años, depende del teléfono y la computadora principalmente para realizar tareas escolares, mientras que la pequeña desde los dos años ha tenido acceso a vídeos de YouTube, aunque con menos interacción con juegos. Perla reconoció que esta exposición temprana a la tecnología ha cambiado la manera en que sus hijas se relacionan con su entorno y entre ellas mismas.
“Tratamos de que no estén todo el tiempo con el teléfono”, comentó. Para ella, las salidas en familia, los juegos al aire libre o simplemente mirar una película juntos son momentos que ayudan a reemplazar la pantalla y fomentar la interacción, pero admitió que el uso promedio de dispositivos por parte de sus hijas puede llegar a dos horas diarias, y que a veces se extiende hasta tres, especialmente cuando aplica herramientas de control parental para regular el acceso a plataformas como YouTube, bloqueando otras como TikTok o Instagram.
Perla recordó cómo durante la pandemia se vio obligada a permitir un mayor uso de la tecnología para que su hija mayor pudiera participar en clases virtuales. “Allí sí empecé a notar cambios en su temperamento, se volvió más seria y aislada”, relató en conversación telefónica con LA PRENSA Premium.
La preocupación se incrementó cuando en el año 2022 descubrió en su teléfono que su hija había abierto una cuenta de Instagram, comenzaba a aceptar personas que no conocía y comenzaba a interactuar con un desconocido, un aparente menor de edad, que llegó incluso a pedirle fotografías.
Ante esta situación, decidió bloquear el acceso y mantener un diálogo abierto con su hija sobre los riesgos y la responsabilidad digital. En 2024, la adolescente repitió un comportamiento similar, esta vez en TikTok, lo que llevó a la madre a retirar el teléfono que le había proporcionado el padre.
“Es un tema que me preocupa porque no siempre puedo tener control de todo”, explicó. La mayor enfrenta la necesidad constante de estar conectada para realizar tareas, mientras que la pequeña, aunque todavía es muy niña, muestra señales de frustración cuando se le limita el acceso a los dispositivos.
Los conflictos familiares han sido inevitables. Perla señaló que, debido a sus horarios de trabajo, hay un lapso de cinco horas en las que las niñas están al cuidado de los abuelos, período durante el cual el control sobre el uso de dispositivos se reduce. Esta falta de supervisión etaría generando situaciones en las que la mayor se pudiera estar distrayendo con vídeos o aplicaciones, evitando completar sus tareas a tiempo, provocando tensiones y preocupaciones en la dinámica familiar.
La mamá ha logrado que la mayor entienda la importancia de la regulación del uso del teléfono, reconociendo por sí misma que no necesita un dispositivo propio para ser funcional. Con la pequeña, la situación es distinta, a veces los abuelos ceden al berrinche y le dan el celular para calmarla, generándose una manipulación.
“Seguimos preocupadas por la dependencia tecnológica de ellas”, expresó al cierre de la entrevista.
Según los datos de la Secretaría de Salud, las principales afectaciones mentales en Honduras muestran patrones marcados cuando se analizan por sexo y edad.
En términos generales, las mujeres concentran los diagnósticos relacionados con depresión, ansiedad y distimia, mientras que en los hombres predominan los trastornos del desarrollo en la infancia y los problemas asociados al consumo de alcohol y drogas en la adolescencia.
Al revisar los principales diagnósticos por volumen se observó que el trastorno específico del desarrollo de la función motriz encabeza la lista, afectando principalmente a niños y niñas de uno a cuatro años.
Le sigue el episodio depresivo, concentrado en adolescentes de 15 a 19 años y con una prevalencia en mujeres. En tercer lugar se ubican los trastornos mixtos del desarrollo, que afectan sobre todo a menores de uno a nueve años. Más adelante aparecen la distimia, frecuente en adolescentes mujeres; y el autismo en la niñez, que se presenta mayoritariamente en varones de cinco a nueve años.
Cuando se analizan los diagnósticos por sexo, se confirma que las mujeres adolescentes son más vulnerables a cuadros depresivos recurrentes y a la distimia. En los hombres, en cambio, destacan los trastornos del desarrollo durante la infancia y, a partir de los 15 años, el consumo problemático de alcohol y drogas.
En cuanto a los rangos de edad, los niños pequeños de uno a cuatro años son los más afectados por trastornos psicomotores y mixtos del desarrollo, mientras que entre los cinco y nueve años se acentúan los casos de autismo. En la franja de 10 a 14 años comienzan a manifestarse episodios depresivos, ansiedad y trastornos opositores.
Finalmente, en la adolescencia (15 a 19 años) se registra un repunte significativo en diagnósticos de depresión, distimia, bipolaridad y consumo de sustancias.
Antecedentes
Mediante un artículo del año 2024 publicado por Fidelia Geraldina Carías Cálix a través de la Universidad Pedagógica Nacional Francisco Morazán, se analizó una población conformada por estudiantes de educación media del instituto Presentación Centeno, de Yuscarán, El Paraíso. Los participantes abarcaron los grados de décimo, undécimo y duodécimo, con edades comprendidas entre 15 y 19 años.
El estudio analizó distintas dimensiones de uso de redes sociales e Internet y se recolectaron datos mediante encuestas autoaplicadas que reflejan la frecuencia de acceso, las emociones relacionadas con la conectividad, la interferencia en estudios o trabajo y la pérdida de sueño.
Este reveló que un porcentaje significativo de estudiantes presentaba una relación emocional y dependiente hacia las redes sociales, aunque un 5.6 % nunca se sentiría molesto por la falta de acceso, existía un grupo notable que sí podría experimentar ira.
En cuanto al acceso a redes sociales e Internet, casi la mitad de los estudiantes (49.1 %) reportó conectarse “bastante” o “mucho” desde cualquier lugar y a cualquier hora, y aproximadamente una cuarta parte afirmó hacerlo “siempre”. Este patrón de conectividad también impacta en las actividades académicas y laborales, ya que el 27.6 % de los participantes reconoció que su desempeño se miraba afectado por el tiempo invertido en redes sociales.
Un hallazgo relevante es la pérdida de horas de sueño, reportada por el 43.6 % de los estudiantes en niveles de “bastante” y “mucho”, debido a su conexión a redes sociales o consumo de series. Aunque la mayoría no ocultó el tiempo que pasaban en línea, un 18.4 % sí lo hizo “bastantes veces” o “mucho”.
Respecto a las emociones vinculadas a la conectividad, el 15.9 % de los estudiantes se sentía inseguro si no tenía acceso a Internet, un 25.8 % actualizaba su estado en redes sociales de forma frecuente, mientras que una parte considerable usaba estas plataformas para interactuar socialmente: chatear (93.3 %), subir fotos o vídeos (76 %), comentar publicaciones de amigos (69.3 %), y buscar o vincularse con nuevos contactos (más del 83 %).
En el análisis también arrojó que la mayoría de los estudiantes no experimentaba ansiedad, angustia o enojo por la falta de respuesta inmediata a mensajes, el 79.8 % se sentía seguro al poder comunicarse en cualquier momento y el 65.1 % prefiería enviar fotos por móvil que subirlas a redes.
En cuanto al riesgo de adicción, los resultados mostraron que la mayoría de los estudiantes estaban en un rango medio, con algunos en riesgo alto. El estudio concluyó que ni la edad ni el género tenían una influencia significativa en el nivel de riesgo de adicción.
Por otro lado, un estudio reciente realizado por investigadores de Weill Cornell, Columbia y UC Berkeley, publicado en Jama durante este año, siguió durante cuatro años a más de 4,200 niños estadounidenses desde los nueve y 10 años de edad. El objetivo fue analizar la relación entre el uso de pantallas y la salud mental.
Los resultados mostraron que no es el tiempo total frente a las pantallas lo que predice mayores riesgos psicológicos, sino los patrones de uso adictivo; es decir, los niños y adolescentes que usan redes sociales, teléfonos o videojuegos de manera compulsiva, con dificultad para dejar de usarlos, malestar al no tener acceso o como vía para evadir problemas, presentan una vulnerabilidad marcada.
Se agruparon tres perfiles: bajo uso adictivo, uso adictivo creciente y uso adictivo alto. En los videojuegos se detectaron dos trayectorias principales (alto y bajo uso adictivo), aproximadamente un tercio de los niños se ubicó en el patrón de uso adictivo creciente en redes sociales y un cuarto en el de uso adictivo en teléfonos.
Quienes se encontraban en los grupos de uso adictivo alto o creciente presentaron entre dos y tres veces más riesgo de tener ideación suicida o conductas suicidas, en comparación con los jóvenes que tenían un uso bajo. Además, mostraron mayores síntomas de salud mental, tanto internos, como ansiedad, depresión y tristeza, como externos, agresividad, problemas de conducta y ruptura de reglas.
En términos de prevalencia, entre el 40% y 50% de los participantes exhibieron trayectorias de uso adictivo alto o en aumento en al menos una de las plataformas evaluadas. Al cabo de los cuatro años de seguimiento, alrededor del 5% de los jóvenes reportó conductas suicidas y casi el 18% reconoció ideación suicida.
Otro ensayo clínico aleatorio, pero publicado en BMC Medicine en este mismo año, evaluó el impacto de reducir el uso diario del smartphone en estudiantes universitarios sanos. Los participantes fueron divididos en dos grupos: uno mantuvo sus hábitos habituales de uso del teléfono y el otro limitó su tiempo de pantalla a un máximo de dos horas al día durante tres semanas.
Los resultados mostraron mejoras significativas en el grupo que redujo el tiempo de uso, se observó una disminución clara de los síntomas depresivos, una reducción de los niveles de estrés y una mejora en la calidad del sueño. Además, los jóvenes reportaron un mayor bienestar subjetivo en comparación con quienes no modificaron su consumo digital.
En promedio, antes de la intervención, los participantes pasaban alrededor de cuatro horas y media diarias frente a la pantalla de sus teléfonos, pero al terminar las tres semanas, quienes cumplieron con la restricción lograron un descenso notable y, en consecuencia, experimentaron mejoras de hasta un 40% en los síntomas de depresión, junto con beneficios adicionales en el descanso y el estado de ánimo.
Un aspecto llamativo del estudio es que, tras finalizar la intervención, muchos participantes volvieron a aumentar gradualmente su tiempo de uso, acercándose de nuevo a los niveles iniciales en la medición de seguimiento. Esto permitió comprender que, aunque limitar el uso de pantallas puede tener un efecto positivo real en la salud mental, mantener estos cambios a largo plazo resulta difícil sin estrategias de apoyo más sostenidas.