Mamá nos dijo que iríamos a La Esperanza. Era 1955. Preparó la maleta y fuimos a esperar la baronesa por largo rato en la carretera, bajo un ardoroso sol, mamá protegida por una sombrilla y mi hermano Jorge y yo impacientes por subirnos al automóvil. Al rato vimos una nube de polvo que se acercaba y mamá nos mandó a acercarnos para tomar el transporte. Subimos y nos acomodamos en una banca de madera forrada con cuerina. Comenzó el viaje con mucho trajín porque el carro brincaba en demasía por la presencia de hoyos y piedras. Jorge y yo viajábamos embelesados. Nos complacíamos en mirar el paisaje a través de la ventana sin cristal de la baronesa.
El camino de Otoro a La Esperanza era una carretera de tierra que cursaba por la margen derecha del río Grande de Otoro, por una llanura llamada Mayes. El camino giraba hacia el río y descendía en un tramo de unos 100 metros para cruzar las aguas que van por el valle y luego entre los cordones montañosos para encontrarse, mas adelante, con el río Humuya para formar el caudaloso río Ulúa que avanza por la llanura costera para abrazarse con el mar Caribe. Para cruzar el río estaba el puente de hierro, llamado De la Gloria, una reliquia de la Segunda Guerra Mundial, donada por el gobierno norteamericano. Era fascinante ver aquella estructura de vigas metálicas negras unidas por enormes pernos y tendida sobre las dos riberas y oír, mientras cruzábamos, el susurro de las aguas cristalinas con su agitado curso. La carretera seguía por un terreno lleno de colinas, seco y pedregoso y con plantas de semi desierto y robles de poco crecimiento hasta llegar a un pueblo que parecía olvidado llamado Masaguara. Comentábamos los niños que ese nombre provenía de un incidente en que un hacendado envió a un mozo a llevar a su caballo a aguar. Mas tarde cuando el mozo se encontró con el patrón, éste le preguntó: -¿Ya aguaste al caballo? -Si hubieran más, más aguara. Cruzábamos por un costado de la plaza principal en donde estaban la municipalidad, la iglesia colonial y la escuela de varones que, por la grafía de la uve, redondeada en su base, yo leía Escuela de Uarones. Durante mucho tiempo me pregunté qué querría decir esa palabra. Arrimado a la carretera estaba el cementerio. Las tumbas cubiertas por un rimero de piedras. Me cuenta un amigo que su padre le había dicho: esa costumbre es para que los muertos no se escaparan de sus tumbas.
El camino ascendía por pendientes zigzagueantes de la cordillera de Opalaca y avanzábamos en altitud, lentamente y con la sensación de que la baronesa iba cansada, porque muchas veces paraba para que el ayudante del chofer le pusiera agua al radiador del motor. El paisaje se llenaba de liquidámbares y de pinos. Al final del ascenso, en la cumbre de la montaña, por donde pasa la línea continental de las aguas, supe que las aguas que caían en el lado sur iban al océano Pacífico por el río Lempa y las que caían en el lado norte del camino, al mar Caribe, por el río Ulúa. La temperatura que en el valle de Otoro era sumamente calurosa, refrescaba a medida que ascendía el camino y en la cumbre hacía mucho frío y si se transitaba por ahí, durante la mañana o la noche, la neblina dificultaba la visión. El sitio ms frío se llamaba Pelanariz. Desde Buena Vista, podía observarse el ´valle de Otoro que habíamos dejado atrás y la planicie de Eranmaní con la ciudad de La Esperanza, semidormida en un colchón de neblina. Desde ahí eran perfectamente visibles el cerro Guagua y la Gruta.
El descenso era más rápido, pues el recorrido era apenas de unos 6 kilómetros. Entrábamos a La Esperanza y se llegaba a un sitio en donde la carretera forma una letra Y con el brazo que va a Marcala, nominado El Guay por un inmigrante llegado desde la costa norte.
Al entrar se cruzaba el puente, Puente de Casa por que en un tiempo estuvo techado, y luego la baronesa nos dejó en casa de Mamita Chila, ahora el Bazar Cecilia, a unos metros de la plaza Candelaria y frente a la Escuela de La Esperanza. Gratos recuerdos.