El sábado pasado tuve la oportunidad de platicar con un grupo de matrimonios, de distintas edades y “kilometrajes conyugales”, sobre la importancia de que aquellos que hemos optado por el matrimonio entendamos que, además de ser esposos, debemos ser amigos.
De hecho, muchos noviazgos y matrimonios han comenzado con una amistad. Un muchacho y una muchacha se conocen, descubren que tienen intereses en común, se dan cuenta de que se la pasan bien juntos, que disfrutan la compañía del otro y, luego, se plantean la posibilidad de envejecer uno al lado del otro de manera estable, por lo que deciden casarse.
Pero, luego, las exigencias de la vida profesional, los horarios, la llegada de los hijos, hacen que todas aquellas actividades que antes realizaban juntos sean sustituidas por otras que también son necesarias; pero que impiden aquella comunión que pensaban perpetuar por medio de la unión civil o religiosa. Así, los días pasan sin que puedan ir al cine, o a cenar, o a tomar café, o dar tranquilos un paseo para mantener una reposada y larga conversación. Y si no se reacciona ante ese fenómeno, los días se convierten en años y aquellas líneas que deberían correr juntas, con frecuentes intersecciones, termina por correr de forma paralela, pero sin puntos de contacto.
Puede pasar incluso, que cuando hayan crecido los hijos, y, como es natural, se hayan ido y los hayan dejado solos, sobrevenga, precisamente, una sensación de soledad, de aburrimiento, de fastidio, de rutina de la peor. Y así se puede envejecer de mala manera, coexistiendo, pero no conviviendo; pisando los mismos metros cuadrados de la casa en el plano físico, pero a kilómetros de distancia en el afectivo.
De ahí que, por aquello que uno se casa para ser feliz, no para aburrirse ni amargarse, la pareja debe, además de ejercer junta la paternidad, además de ser esposos, con todo lo que eso contrae, mantener su relación de amistad. Porque es la amistad la que conserva el encanto de una conversación profunda, la complicidad en el día a día, los gustos comunes que un día llevó a aquellos jóvenes a no querer separarse nunca.
Los padres se mueren, los cuñados se alejan, los hijos se marchan, todo lo anterior tarde o temprano, y hay que estar preparados para cuando la única mano que se pueda asir con certeza y con confianza sea la de aquella amiga, aquel amigo, que además es el cónyuge.