Mismas visiones, iguales resultados

He buscado “la orden” que recibiera Enrique Chinchilla, Plata y Ártica, para en complicidad con Mel Zelaya Ordóñez hacer un festín de muerte el 25 de junio de 1975.

Estoy por terminar un libro sobre la matanza de Los Horcones, Lepaguare, Olancho, junio de 1975. Como historiador busco entender las cosas, conocer las motivaciones y explicarme por qué ocurrieron las cosas. Para corroborar 50 años después los resultados. Hace tiempo descubrí que debía desconfiar de la memoria porque esta es selectiva, engañosa y mala maestra. Que anima fácilmente al sectarismo y a caer en la simpleza del maniqueísmo: buenos y malos, los salvados y los condenados, los patriotas y los facinerosos.

He buscado “la orden” que recibiera Enrique Chinchilla, Plata y Ártica, para en complicidad con Mel Zelaya Ordóñez hacer un festín de muerte el 25 de junio de 1975. No la he encontrado. Debe estar en Washington. Sin duda, alguien ordenó que se ejecutara la matanza de campesinos, mujeres y sacerdotes. Los militares, implicados en el crimen, -buscaron reafirmar su control del poder y defender las reformas económicas para proteger a los pobres por las que habían caído los mártires de Olancho-, construyendo un discurso de superioridad de los uniformados; se embrocaron en la ejecución de errores que ahora, 50 años después, vemos repetidos en la campaña electoral.

El discurso establecía que los partidos políticos –Liberal y Nacional– eran inútiles, reales obstáculos. Que el Gobierno debía dirigir la economía, y los empresarios seguir las órdenes de los militares, sus superiores. Destruyeron la industria bananera, nacionalizaron el bosque y lo pusieron bajo el control de Cohdefor. Montaron un proyecto de pulpa y papel en Bonito Oriental, centralizaron las operaciones portuarias, dominaron los teléfonos y postergaron la entrega de la soberanía al pueblo, “hasta que el último de los hondureños aprendiera a leer y escribir”. Cero analfabetismo, dijo Rigoberto Regalado. Se recibieron más de 400 kilómetros de vías férreas, de las que existen no más de 20 kilómetros en el departamento de Atlántida; y un túnel en Quemado, cerca de Olanchito, que, afortunadamente, no se han podido robar. En 1975 éramos 2,500,000 habitantes. Hoy somos 10 millones. Los problemas iguales. Lo que ha mejorado son las comunicaciones: tenemos más carreteras, teléfonos en todo el territorio y señal televisiva en casi todos los hogares. Cerca de la mitad de los hondureños tiene energía eléctrica y el Gobierno acaba de decir que “no hay analfabetos”. Bueno.

Sin embargo, somos el país más pobre del continente, solo superados por Haití. Con una deuda externa en crecimiento y sin capacidad para alimentarnos, aunque contamos con todo para hacerlo. Pero no tenemos voluntad y fuerza espiritual para arremangarnos la camisa y trabajar -de sol a sol- construyendo un paraíso en la tierra que Dios nos dio.

El Cohep ha consultado a cerca de 1,000 empresarios de diferente tamaño. La mayoría dicen que les gustan las “propuestas” económicas de Asfura y Moncada; pero no saben nada de Nasralla. Asfura es empresario que escucha. Rixi, extrañamente, repite el discurso de los militares de 1975, con énfasis cubano. Nasralla sabe muy poco de economía.

En general, priva la misma idea: todo tiene que salir de los candidatos, del Gobierno, porque no se confía suficiente en la iniciativa individual, en la forja moral y la fuerza del trabajo individual. Con la excepción de los “trabajadores” de la cultura –que no son tales, sino que burócratas– nadie hace propuestas a los candidatos.

Porque igual que en 1975 se creía que los militares eran superiores porque portaban uniformes y estrellas sobre los hombros, ahora se imagina que los candidatos, los presidentes, porque les cantamos el Himno Nacional, son más inteligentes y competentes que los ciudadanos.

Es decir que en el fondo en estos últimos 50 años poco ha cambiado.

las columnas de LP

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