La distinción entre lo político y la política articula dos planos diferentes pero conectados de la vida colectiva: el primero designa una condición ontológica -la existencia del antagonismo, la capacidad de constituir a los “otros” como adversarios-; el segundo designa el conjunto de prácticas, instituciones y procedimientos mediante los cuales esos antagonismos son gestionados, canalizados o suprimidos en la vida pública.
Reconocer esta distinción permite diagnosticar riesgos democráticos (despolitización, tecnocracia, autoritarismo) y orientar el diseño institucional hacia la canalización agonística del conflicto.
Lo político es una categoría analítica que apunta a la dimensión constitutiva del antagonismo social -la posibilidad de distinguir amigos y enemigos como forma de definición colectiva-; es, por tanto, una condición permanente en la que se inscriben identidades y pasiones políticas.
La política a su vez constituye el plano de las prácticas institucionales y normativas (partidos, parlamentos, derecho, políticas públicas) que organiza la competición por el poder y trata de gestionar los conflictos sociales para producir decisiones colectivas legítimas. Entre las implicaciones para la vida social y política de una sociedad, los conceptos aludidos suponen los aspectos descritos enseguida.
Legitimidad democrática: si se ignora lo político (tratando el conflicto como error técnico) se favorece la gobernanza tecnocrática; decisiones relevantes se adoptan fuera del debate público, erosionando legitimidad y participación. Estudios recientes discuten cómo procesos de “despolitización” operan mediante marcos técnicos que ocultan decisiones con efectos distributivos.
Diseño institucional: reconocer lo político exige instituciones que canalicen el conflicto (sistemas electorales competitivos, garantías de libertad pública, tribunales autónomos, espacios deliberativos). El objetivo no es suprimir el conflicto, sino encauzarlo en formas no violentas y políticamente visibles.
Cultura cívica y espacio público: cuando el espacio público se reduce (medios colonizados por intereses privados, presión tecnocrática, criminalización del adversario), la capacidad de acción colectiva y la pluralidad se ven vulneradas; la política se empobrece a favor de decisiones administrativas o gerenciales.
Riesgos de polarización y autoritarismo: una comprensión reductiva de lo político -como enemistad absoluta- puede justificar la exclusión y la violencia; por el contrario, la institucionalización agonística limita la radicalización y preserva condiciones mínimas de convivencia democrática. Entre las consecuencias prácticas y recomendaciones ligadas a los dos términos destacan:
Preservar y ampliar espacios públicos de deliberación: medios pluralistas, foros ciudadanos, parlamento abierto. Diseñar reglas que permitan competencia conflictiva pero regulada: transparencia, control ciudadano, independencia judicial, regulación del financiamiento político.
Evitar la tecnocracia como sustituto de la deliberación política: los marcos técnicos deben complementarse con mecanismos de rendición de cuentas democrática y participación pública.
De lo anterior se puede concluir que en sociedades con un bajo nivel de cultura política no se hace ninguna diferenciación entre los conceptos aludidos; sin embargo, la distinción entre lo político y la política no es mero juego terminológico académico: orienta diagnósticos (¿estamos ante despolitización o agonismo regulado?) y diseños institucionales.
Una democracia estable exige reconocer la inevitabilidad del conflicto (lo político) y, simultáneamente, construir prácticas e instituciones (la política) que permitan su expresión plural y no destructiva. La tarea normativa consiste en transformar antagonismo en agonismo institucionalizado y recrear espacios públicos donde la acción colectiva sea posible y legítima.