Hay encuentros que no son casualidad

Nunca pensé que el destino me la pondría al alcance de la mano.

En Tabarka, esa ciudad tunecina donde el Mediterráneo canta con voz de cobre antiguo, descubrí que la historia a veces te espera en un rincón improbable. Era una noche tibia, con música flotando sobre la playa y un cielo con unos naranjas y púrpuras que no se encuentran en ningún otro lugar del planeta. Yo, distraído por la música y el rumor de las olas, no noté, hasta unas horas después, a la Lebron James de los derechos humanos, la gran Francesca Albanese; ahí, a mi lado, una mujer que ha enfrentado a imperios enteros con solo su voz como espada.

Nunca pensé que el destino me la pondría al alcance de la mano. Yo, un hijo de la diáspora palestina, creyendo que iba a sorprenderla con mi historia familiar: mi madre, devenida del exilio; mis abuelos, arrancados de Beit Jala y Belén; su llegada a Honduras como quien llega a la orilla después de un naufragio. Pero Francesca sonrió como si ya supiera cada capítulo.

“Claro que conozco la diáspora en Centroamérica”, me dijo en un español perfecto. “Sé lo que han construido. Sé lo que han perdido. Y sé lo que el mundo prefiere no ver”.

Nos paramos a un lado de la multitud, y la música quedó atrás como un sueño desordenado. Yo encendí un cigarro y le ofrecí otro a la doctora. Lo aceptó, por cortesía o por el efecto relajador de la playa, pero tal vez también por la sensación de que, en ese gesto, había algo ritual: dos extraños compartiendo humo para espantar un poco la injusticia del mundo.

“Es una locura”, me dijo, mirando el mar como si fuera testigo de mil tragedias, “cómo se ignora a los palestinos, cómo se justifica lo injustificable”.

Y habló no como funcionaria ni como experta en derecho internacional, sino como madre. Contó lo que su cruzada —porque eso es, una cruzada noble— le ha costado a su familia: amenazas, vigilancia y sanciones norteamericanas, desplegadas desde Washington hasta toda institución financiera del mundo. Me confesó que no puede usar tarjetas de crédito, que no puede recibir regalos, que sus amigos podrían ser castigados solo por invitarla a un café. Todo gracias al celo punitivo de políticos estadounidenses como Marco Rubio, guardianes de un orden que castiga la verdad cuando amenaza a sus aliados.

“Es duro”, dijo, “pero no me arrepiento. Si no damos esta batalla, ¿quién la dará?”.

Yo pensé en mi madre. Pensé en mis ascendientes llegando a Honduras sin nada más que un apellido y un pasado que nadie entendía. Pensé en los que siguen bajo ocupación, en los refugiados, en los que nunca conocieron un día sin miedo. Y algo dentro de mí se quebró, pero de una manera hermosa.

Francesca inhaló el humo y me habló sobre el amor. No el amor trivial que se escribe en tazas de café, sino el amor como fundamento moral. “El ser humano es energía”, dijo. “Y si somos pasajeros en este mundo, lo mínimo que podemos hacer es proteger lo bello: la empatía, la ternura, la naturaleza, las conexiones entre nosotros”.

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