Hoy en día especialmente entre millennials y la Generación Z, se observa un fenómeno que no podemos ignorar: la baja natalidad. En América Latina, según datos de la CEPAL, la tasa de nacimientos ha caído de manera significativa en la última década, pasando de 2.1 a 1.8 hijos por mujer en promedio. Este descenso coloca a la región por debajo del reemplazo generacional (2.1), lo que implica que la población dejará de crecer en algunos países si la tendencia continúa. Al mismo tiempo muchos hogares jóvenes muestran otro patrón curioso: parejas que deciden no tener hijos o solo uno, pero invierten tiempo, dinero y afecto en “perrihijos” o “gato-hijos”. Compañía inmediata, afecto seguro, planes sin interrupciones... pero sin legado. Como escribía el Papa Francisco, “Sí, perros y gatos ocupan el lugar de los hijos... y así la civilización se vuelve más vieja y sin humanidad, porque se pierde la riqueza de la paternidad y de la maternidad” (Carta apostólica Patris corde). No se trata de despreciar a los animales ni negar su valor afectivo. La Laudato si’ nos recuerda que somos custodios de la creación: el amor a los animales es bueno, pero no reemplaza nuestra misión como padres humanos (LS 66). Tener hijos implica asumir riesgos y responsabilidades, pero también abre la puerta a la plenitud de la vida y a la verdadera entrega.
Cuando la comodidad, la autonomía o el miedo a “perder la libertad” prevalecen, estamos eligiendo un camino más egoísta, aunque disfrazado de libertad personal. El acto de renunciar a la paternidad y la maternidad, si no es por imposibilidad biológica, es un egoísmo que empobrece la sociedad y la propia humanidad, como explicaba Francisco: “La paternidad y la maternidad son la plenitud de la vida de una persona... pero quien vive en el mundo y se casa, debe pensar en tener hijos, en dar la vida, porque serán ellos los que les cerrarán los ojos, los que pensarán en su futuro... Tener un hijo siempre es un riesgo, pero es más arriesgado no tenerlos” (Cfr. Patris corde).
Este egoísmo moderno no se manifiesta como un mal consciente. Se presenta como libertad: viajar sin contratiempos, dormir hasta tarde, organizar la vida sin responsabilidades inesperadas. Pero la Sagrada Escritura recuerda que la verdadera libertad es la que se construye en la entrega, no en la evasión: “Hijos son herencia del Señor, el fruto del vientre es recompensa” (Salmo 127,3). Asumir la paternidad y maternidad es abrir la vida al otro, aprender la paciencia, el sacrificio, la entrega incondicional y la alegría que trasciende la satisfacción individual.
El contraste con los “perrihijos” es evidente: las mascotas nos dan afecto seguro y sin exigencias, mientras que los hijos humanos nos desafían, nos corrigen, nos enseñan a vivir en comunidad y a proyectarnos más allá de nosotros mismos. Cada niño que llega es un riesgo, un proyecto, una promesa; cada decisión de acogerlo responsablemente, incluso por adopción, es un acto de generosidad que construye futuro y humanidad (Cfr.Patris corde). En una sociedad que celebra la independencia y la comodidad, es necesario recordar que la entrega a la vida humana no es limitación: es plenitud. Negar la paternidad y la maternidad voluntariamente es renunciar a algo esencial: no solo para uno mismo, sino para la comunidad, para la Iglesia y para el país. Tener hijos, o asumirlos en adopción, nos obliga a crecer, a mirar más allá de nosotros, a experimentar la verdadera libertad en la entrega. Al final, la pregunta que queda abierta es una sola: ¿queremos solo compañía sin legado, o estamos dispuestos a arriesgarnos a amar, educar y dejar una huella que trascienda nuestra comodidad? Elegir la plenitud de la vida humana es asumir el riesgo más grande de todos: dar la vida y, con ella, recibirla en toda su riqueza.