En un país sin nombre, llegó alguien al poder prometiendo “orden y eficiencia”. Pronto logró aparentes mejoras: calles limpias, precios estables, menos protestas. Pero detrás de todo había represión, censura y miedo. Su gobierno se obsesionó con la imagen: controló los medios, maquilló cifras y silenció toda crítica.
Aislado en su palacio, esta persona dejó de ver a su pueblo y solo se rodeó de adulones. Con el tiempo, los escándalos de corrupción y las mentiras desgastaron su régimen. La gente dejó de creerle y las protestas no dejaban de mencionarlo.
Un día, el presidente del país sin nombre descubrió que ya nadie lo quería. Sin aplausos, sin verdad, sin pueblo. Solo un silencio absoluto, el eco final de un poder que nunca sirvió a nadie más que a sí mismo.
¿Le parece conocido, querido lector? En lugar de cuidar y proteger a los compatriotas, la gran mayoría de los líderes actuales se han convertido en el peligro del que la gente necesita protección.
La Biblia ofrece esperanza a través de la promesa de un tiempo en el que finalmente habrá líderes en los que el pueblo podrá confiar. “¡Miren! -dice el profeta- ¡Se acerca un rey justo!, y príncipes honrados gobernarán bajo su mando...
Entonces todo el que tenga ojos podrá ver la verdad, y todo el que tenga oídos podrá oírla. Hasta los impulsivos estarán llenos de sentido común y de entendimiento, y los que tartamudean hablarán con claridad.
En aquel día, los necios que viven sin Dios no serán héroes; los canallas no serán respetados” (Isaías 32:1-5, NTV).
Frente a la injusticia y la falta de cuidado hacia los ciudadanos, Isaías resalta una verdad contundente: Dios sigue siendo justo y digno de confianza, y cumplirá su promesa de un futuro lleno de justicia y esperanza. ¡Cristo está a las puertas! Y “...hoy, aquellos que le siguen conocen y experimentan al único líder verdadero, perfecto y justo que se preocupa por ellos” (M. La Rose).