Honduras recibió en 2024 más de 9,700 millones de dólares en remesas. Ese dinero, que muchos ven como ayuda externa, en realidad es el motor oculto que sostiene buena parte del país. Es el 25% de nuestra economía. Es el ingreso principal para cientos de miles de familias. Sin él, no hay comida en la mesa, ni matrícula pagada, ni medicina comprada.
Pero ahora, lo que se envía podría empezar a llegar con menos fuerza. La Cámara de Representantes de Estados Unidos aprobó un impuesto del 3.5% a las remesas enviadas desde su territorio. Aunque aún falta que el Senado lo ratifique, la amenaza es real. Si se aprueba, las familias hondureñas no solo recibirán menos: todo el país lo sentirá.
Además, este impuesto también amenaza con revertir avances en inclusión financiera. Muchas cuentas bancarias existen solo por las remesas; si dejan de usarse, se cerrarán. Esto reduce la bancarización y dificulta ampliar el acceso financiero en zonas vulnerables. Para los bancos, el riesgo no es solo perder ingresos, sino desconectar a miles que ingresaron al sistema gracias a este flujo.
Algunos pensarán en buscar caminos alternos, pero mover casi US$10 mil millones al año fuera del sistema financiero formal no es viable ni seguro. La gente se adaptará. Mandará igual, pero las familias recibirán menos.
Por eso, los bancos tienen hoy una responsabilidad estratégica: mantener abiertos y accesibles esos canales con costos justos, plataformas digitales confiables y servicios que estén a la altura del desafío.
Más allá de lo económico, las remesas también cumplen un rol que rara vez se discute: son un estabilizador social. Cuando el Estado no llega, las remesas contienen conflictos, alivian tensiones y sostienen la paz silenciosa de miles de hogares. Si ese amortiguador se rompe, no solo peligra la economía, también la convivencia.
Si lo que mandan ya no alcanza, entonces Honduras tiene que decidir cómo sostenerse desde adentro.